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Full text of "Los derechos de la salud ; En familia ; Moneda falsa"

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DS  DERECHOS  DE  LA  SALUD 
EN  FAMILIA 
MONEDA  FALSA 


Prólogo  de  Juan  José  de  Soiza  Reilly 


Digitized  by  the  Internet  Archive 
in  2014 


https://archive.org/details/losderechosdelas5t0sanc 


EL  TEATRO  DEL  URUGUAYO 
FLORENCIO  SÁNCHEZ 

T.  II 


FLORENCIO  SÁNCHEZ 

NACIÓ 
EN  MONTEVIDEO 
EL  17  DE  ENERO  DE  1875 

MURIÓ 

EL  23  DE  NOVIEMBRE  DE  1910 
EN  MILÁN 
SU  VIDA  FUÉ  DOLOROSA 
Y  TRIUNFAL 


EL  TEATRO  DEL  URUGUAYO 

Florencio  Sánchez 


TOMO  II 


LOS  DERECHOS  DE  LA  SALUD 
EN  FAMILIA 
MONEDA  FALSA 

Prólogo  de  JUAN  JOSÉ  DE  SOIZA  REILLY 


EDITORIAL  CERVANTES 

Colón,  52.— VALENCIA 


1920 


ÍNDICE 

Págs. 

Florencio  Sánchez  y  el  drama  de  su  vida   5 

Los  derechos  de  la  salud   '5  , 

En  familia   81 

Moneda  falsa.  •   135 


Florencio  Sánchez 
y  el  drama  de  su  vida 


Contar  la  vida  de  Florencio  Sánchez,  es  avergonzar  a  todos 
sus  contemporáneos.  ¡Da  vergüenza  haber  vivido  con  él,  haber 
visto  su  nombre  en  los  carteles  e  ignorar  que  era  un  hombre 
de  genio!  ¡Da  vergüenza  haber  tenido  veinte  mil  ocasiones  de 
besarlo  en  la  frente  y  dejarlo  morir,  para  saber  más  tarde  que 
ha  tenido  talento  y  que  los  siglos  futuros  verán  en  él  a  un  ser 
de  privilegio  olímpico.  ¡Las  generaciones  venideras  con  qué 
desprecio  hablarán  de  la  nuestra,  al  evocar  la  figura  encorvada 
de  Florencio,  tosiendo.  Echando  sangre.  Vagando  como  un 
ebrio  por  todas  las  secretarías  de  los  teatros  con  sus  obras 
magníficas  e  inéditas!. . .  ¡Se  hablará  de  los  contemporáneos  de 
Florencio  con  el  desdén  con  que  nosotros  sonreímos  de  la  ig- 
norancia de  aquellos  que  asistieron  a  los  estrenos  de  las  obras 
de  Shakespeare,  sin  averiguar  el  nombre  del  autor  de  esas 
obras!  ¡Qué  imbéciles  debieron  ser  aquellos  públicos  de  Lon- 
dres que  la  noche  del  estreno,  después  de  oir  hablar  a  Hamlet 
y  llorar  a  Ofelia,  no  preguntaron  dónde  estaba  el  autor  de  esas 
bellezas  para  pasearlo  en  andas,  como  a  un  rey  por  las  calles! 
Pero...  ¿Para  qué?  Era  innoble  aplaudir  a  un  simple  cuidador 


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de  caballos...  Es  el  mismo  desprecio  que  sentimos  por  aque- 
llos contemporáneos  del  general  Belgrano  que  le  veían  morir 
de  achaques,  de  vejez,  de  hidropesía  y  de  miseria,  sin  darle 
una  limosna...  «Ya  no  podré  ir  a  morirá  Buenos  Aires — de- 
cíale Belgrano  a  su  amigo  Balbín — .  No  tengo  recurso  alguno 
para  moverme.  Me  moriré  de  hambre».  Al  salir  de  Tucumán 
y  llegar  a  Córdoba,  Belgrano  pidió  ayuda  al  gobierno.  Le  ne- 
garon hasta  la  comida. .  .  Y  si  el  héroe  argentino  pudo  llegar  a 
Buenos  Aires,  a  morir  en  su  cama,  fué  gracias  a  la  caridad  de 
un  italiano,  D.  Carlos  del  Signo,  que  el  general  Mitre  ha  in- 
mortalizado en  la  historia  del  procer... 

¡Ah!  ¡Lindo  desdén  nos  espera  dentro  de  un  siglo,  cuando 
las  repúblicas  platenses  se  pueblen  con  las  estatuas  de  Floren- 
cio y  cuando  su  nombre  despierte,  a  la  distancia,  la  admiración 
serena  con  que  amamos  a  Shakespeare!  Lindo  desdén  nos 
espera  cuando  se  repita  la  historia  de  Florencio.  ¡Qué  historia! 
Y  se  horrorizarán  de  nuestra  ignorancia  cuando  se  les  diga  que 
Florencio,  para  poder  comer,  vendía  en  cinco  pesos  cada  acto 
de  sus  obras.  Esas  obras  escritas  en  las  hojas  de  los  telegra- 
mas. Hojas  de  telegramas  que,  con  Antonio  Monteavaro,  o  con 
Luis  Doello  Jurado,  o  con  Martínez  Cuitiño  o  conmigo,  iba  el 
pobre  Florencio  a  robar  a  las  oficinas  del  telégrafo.  A  robar, 
sí,  señor...  Entraba  moviendo  la  cabeza  para  todos  lados.  Ha- 
macaba los  brazos  como  los  indios  viejos.  Echaba  una  ojeada 
sobre  las  ventanillas  para  cerciorarse  de  si  los  telegrafistas  lo 
veían.  Buscaba  un  block  de  formularios.  Se  arrimaba  a  un  pu- 
pitre y  hacía  como  si  escribiera  algún  despacho.  Después, 
echando  todo  el  cuerpo  sobre  el  pupitre,  doblaba  el  block.  Se 
lo  metía  en  el  bolsillo.  Y  salía,  moviendo  la  cabeza  y  hama- 
cando los  brazos.  Riéndose  como  un  niño,  por  dentro  y  por 
fuera.  Era  tal  la  costumbre  que  tenía  de  escribir  sus  obras 


sobre  las  hojas  telegráficas  que,  años  después,  iba  aún  al  telé- 
grafo y  compraba  formularios  para  escribir  sus  dramas. 

— Pero  Florencio...  Yo  te  puedo  mandar  a  tu  casa  buen 
papel.  Me  lo  dan  en  la  imprenta... 

—  Gracias,  viejo.  ¿Sabés?  Anoche  me  puse  a  escribir  en  un 
papel  satinado  que  me  dió  Ingenieros.  No  me  salía  nada.  Es- 
tuve tres  horas  peleando  con  la  pluma  para  bordar  una  esce- 
nita  y  todo  se  me  chingó.  ¿Sabés  por  qué?  Porque  no  era  papel 
de  telegramas...  La  maña,  che. 

Y  así  era — todo  luminoso  de  sencillez — sin  la  menor  afecta- 
ción. Era  la  bondad  andante...  Uno  de  sus  amigos  íntimos  — 
hombre  de  vigoroso  ingenio  y  tan  bueno  como  el  mismo  Flo- 
rencio— ,  el  hoy  Dr.  Vicente  Martínez  Cuitiño,  ya  lo  manifestó 
en  el  admirable  prólogo  de  Barranca  abajo,  «No  conocí — dice 
—  un  ser  más  bondadoso  ni  más  infortunado  que  Florencio, 
acaso  porque,  como  lo  afirma  uno  de  sus  más  sombríos  perso- 
najes, la  desventura  es  el  efecto  inmediato  de  la  bondad». 

Florencio  Sánchez  vivió  35  años.  Nada  más...  Sin  embargo, 
su  vida  fué  tan  intensa,  su  eficacia  artística  fué  tan  grande,  su 
corazón  fué  tan  noble  y  la  injusticia  de  los  hombres  fué  tan 
recia,  que  aquellos  35  años  que  vagó  por  la  tierra,  valieron 
por  80... 

He  dicho  que  vivió  35  años.  Sí...  Pero  de  esos  35  años,  vi- 
vió 28  lejos  de  la  fama.  Hasta  los  28  años,  nadie  más  que  un 
selecto  núck  o  de  amigos  íntimos  supo  valorar  lo  que  valía... 
Eso  sí;  tuvo  amigos  fieles  que  no  le  negamos  jamás,  ni  aun 
cuando  el  gallo  cantó  bíblicamente.  El  primero  de  todos  los 
amigos  de  Sánchez  debe  ser  citado  con  los  honores  del  clarín: 
es  Joaquín  de  Vedia  -  el  niño  viejo  de  las  barbas  hirsutas — el 
«viejo»  Joaco  que  todos  queremos  y  admiramos  porque  es  de 
aquellos  rastreadores  sinceros  y  santos  que,  cuando  encuentran 


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en  las  aguas  del  río  una  pepita  de  oro,  la  levantan  en  la  mano, 
y  en  vez  de  guardársela  en  el  bolsillo  la  elevan  hacia  el  sol, 
para  que  el  sol  se  goce  en  el  hallazgo...  Fué  Joaquín  de  Vedia 
quien  descubrió  a  Sánchez.  Fué  él  quien  lo  levantó  en  sus  bra- 
zos y  lo  mostró  a  la  muchedumbre  anónima,  gritando  desde  su 
ventana,  como  se  hace  con  los  que  nacen  reyes: 

— ¡He  aquí  un  rey! 
M'hijo  el  doíor  estrenóse  a  instancias  de  Joaquín.  Se  estrenó 
el  13  de  Agosto  de  1903.  El  éxito  fué  clamoroso.  Florencio 
saltó  del  anónimo  a  la  popularidad,  con  aquella  misma  sereni- 
dad e  idéntica  modestia  que  fueron  siempre  los  rieles  de  su 
vida.  Siete  años  después  del  primer  triunfo,  murió. 

Cuando  los  hombres  cambian  de  fortuna  o  de  fama,  suelen 
mudar  de  amigos.  Florencio,  a  despecho  del  triunfo,  siguió 
viviendo  con  sus  amigos  viejos.  Prosiguió  mezclado  a  la  mu- 
chacha soñadora  que  dividía  con  él  la  galleta  y  el  agua  de 
la  bohemia  de  los  dioses...  Luis  Doello  Jurado,  hoy  sapiente  y 
respetado  profesor  del  colegio  nacional  de  Gualeguaychú,  fué 
siempre  un  báculo  para  el  dramaturgo.  Antonio  Monteavaro. 
que  tuvo  siempre  el  dolor  de  saber  que  tenía  más  talento  que 
aquel  que  demostraba,  fué  un  hermano  de  Sánchez.  Por  eso 
Florencio  lo  defendía  en  todos  los  cenáculos. 

— Monteavaro  es  un  envenenado — le  decían. 

— ¡No!  ¡No!  Ustedes  no  conocen  a  Monteavaro.  Monteavaro 
es  bueno.  Tiene  el  alma  blanca  como  la  leche... 

— ...Como  la  leche  agria — me  contestó  el  mismo  Monteavaro, 
cuando  le  conté  la  defensa  que  le  hiciera  Florencio. 

La  noche  que  se  estrenó  M'hijo  el  dolor,  Monteavaro  llora- 
ba, besando  a  Florencio.  Le  besaba  las  sienes,  diciéndole: 

—  Déjame,  querido  viejo,  que  te  bese  en  el  nido  de  la  gloria... 
Todos  se  reían.  Pero  lo  conmovedor  era  que  Monteavaro 


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lloraba  de  verdad  y  de  ajenjo.  Y  lo  más  conmovedor  para  nos- 
otros, todavía,  es  que  aquello  del  «nido  de  la  gloria»  era  ver- 
dad. ¡Era  verdad,  gran  Dios! 

José  Ingenieros,  que  es,  como  Vedia,  de  los  buzos  prácticos 
en  descubrir  hombres  de  talento,  y  que  tiene,  a  su  vez,  el  ta- 
lento de  admirarlos  sin  envidia,  predijo,  antes  del  triunfo  po- 
pular, los  laureles  del  indio  dramaturgo. . . 

Algunos  intérpretes  de  M'hijo  el  doior  fueron  quienes,  con 
cálido  entusiasmo,  animaron  a  Florencio.  Y  lo  animaron  en  el 
momento  de  mayor  desencanto.  Pláceme  citar  a  mi  distinguida 
amiga  Blanca  Podestá,  la  que  con  mágica  sinceridad  interpreta 
las  figuras  femeninas,  trágicas  y  amorosas  del  teatro  de  Sán- 
chez. Vicente  A.  Salaverri,  en  el  hermoso  y  vibrante  prólogo 
que  lleva  la  edición  Cervantes  de  las  obras  de  Sánchez,  hecha 
hace  poco,  refiere  algunos  recuerdos  de  Blanca  Podestá.  Son 
bellos.  Debo  reproducirlos. 

«Una  tarde— refiere  Blanca—,  siendo  la  hora  del  ensayo, 
apareció  Ezequiel  Soria,  el  director  artístico,  con  un  jovencito 
flaco,  huesudo  y  astroso,  que  apretaba  en  la  diestra  un  puñado 
de  cuartillas.  «Señores— díjonos  Soria—:  he  aquí  un  gran  autor 
futuro.  Tengo  el  agrado  de  presentárselo  a  ustedes.» 
Y  añade  Blanquita: 

«Recuerdo  que  la  mayoría  de  mis  compañeros  rieron  incré- 
dulos, posando  las  miradas  en  su  calzado  maltrecho  y  en  su 
traje  harapiento.  El  joven  íbanos  dando  la  mano  a  todos,  con 
timidez,  sin  desplegar  los  labios.  Antes  de  irse  nos  dejó  la 
obra,  que  traía  escrita  en  formularios  del  telégrafo.  La  leímos. 
Nuestra  impresión  fué  magnífica.  Los  ensayos  se  hicieron  acti- 
vamente. Pero  faltaban  pocos  días  para  el  estreno  y  no  era 
dado  ver  al  autor  por  el  teatro.  Entonces  la  dirección  supo  que 
los  porteros  le  habían  negado  la  entrada  al  verlo  rotoso,  con- 


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fundiéndolo  sin  duda  con  un  atorrante.  «¡Hay  que  darle  un  an- 
ticipo», dijo  el  empresario.  Y  así  se  hizo.  Entonces  el  mucha- 
cho se  compró  un  traje  decente.  El  éxito  del  drama  fué  atrona- 
dor. El  teatro  se  venía  abajo  con  los  aplausos.  Cuando  salimos 
en  compañía  del  joven  al  proscenio  «las  lágrimas  rodaban,  cá- 
lidas y  unánimes,  por  sus  atezadas  mejillas.  ¡Qué  intensa  emo- 
ción! ...» 

Después  de  la  primera  victoria,  nadie  pudo  quitarle  su  ce- 
lebridad. Pero  nadie,  tampoco,  pudo  evitar  que  una  piara  de 
críticos  mediocres  se  arrojase  sobre  el  dramaturgo  para  arran- 
carle a  mordiscos  la  gloria,  hozando  en  su  triunfo  como  cerdos... 
Siguió  peleando.  Tenía  las  espaldas  anchas.  Pero,  ¡ay!  Las  es- 
paldas le  sonaban  a  hueco...  Había  puesto  en  la  ascensión  toda 
su  vida.  Toda  su  carne.  Todos  sus  huesos...  Y  hubo  algo  peor. 
Sabía  que  su  cerebro  era  capaz  de  dar  todavía  mucha  luz.  Pero 
al  mismo  tiempo  sentía  que  su  organismo  le  negaba  la  fuerza 
necesaria.  ¡Qué  lucha!  Era  como  la  mecha  de  la  lámpara  que  se 
empeña  en  arder  y  se  estira  y  se  encoje  y  chispea,  cuando  el 
alcohol  se  extingue  allá  en  el  fondo...  La  infancia  de  Florencio 
fué  noble  y  fué  bella.  No  razonaba  aún  ..  la  puericia  le  abrió 
las  puertas  de  la  desolación.  La  adolescencia  lo  encontró  con 
los  ojos  abiertos  frente  al  río...  La  patria  chica  ha  sido  siempre, 
por  culpa  de  la  política,  muy  chica  para  sus  hombres  grandes... 
En  Montevideo  — su  cuna — ,  tomó  un  barco.  Cruzó  el  río.  Lle- 
gó a  Canaán. 

A  los  14  años  se  inició  haciendo  crónicas  con  las  honestas 
faltas  de  ortografía  que  conservó  hasta  la  madurez.  Desempe- 
ñó todos  los  oficios.  Trabajó,  como  Gorki,  de  peón  en  la  adua- 
na. Cargó  fardos.  Hizo  de  todo...  Pero,  por  encima  de  todo, 
estudió  la  vida.  Analizó  a  los  hombres.  Escarbó  las  almas...  Del 
producto  de  esa  labor  surgió  la  sapiencia  de  sus  dramas. . . 


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Y  he  aquí  un  detalle  poco  conocido  de  la  existencia  vaga- 
bunda de  este  lírico  pajarito  charrúa:  en  La  Plata,  a  los  18  años 
de  edad,  se  incorporó  como  empleado  meritorio  a  la  Oficina 
Antropométrica,  que  dirigía  el  sabio  D.  Juan  Vucetich.  Allí,  en 
La  Plata,  conoció  a  un  hombre  de  gran  ingenio  y  gran  alma: 
el  Sr.  Masón  de  Lis,  un  bohemio  de  romántica  melena.  Aún 
debe  vivir. . . 

Masón  de  Lis  fué,  puedo  afirmarlo,  basándome  en  palabras 
de  Sánchez,  quien  le  sirvió  de  maestro  y  de  gran  inspirador  en 
las  lides  del  teatro.  El  artículo  inédito  que  publica  Revista  Po- 
pular está  dedicado  a  Masón  de  Lis.  La  carta  de  Florencio,  ad- 
juntando su  cuento,  deja  constancia  de  que  es  ese  el  primer  tra- 
bajo'literario  que  brotó  de  su  pluma.  Está  fechado  en  1893. 
¡Triste  destino  el  de  ese  cuento!  ¡Primero  en  escribirse,  llega  a 
ser  el  postrero  en  publicarse! . . . 

La  tarea  de  Florencio  Sánchez  en  la  Oficina  Antropométri- 
ca era  muy  modesta.  Hallábase  encargado  de  tomar  las  impre- 
siones digitales  a  los  delincuentes.  Es  un  honor  para  la  policía 
de  La  Plata  que  las  fichas  archivadas  durante  los  años  1893  y 
1894  lleven  la  firma  gloriosa  de  Sánchez.  Fueron  compañeros 
de  labor,  además  de  Vucetich,  los  Sres.  JoséJ.  Alarcón,  Jorge 
José  de  Kis,  Fernando  Rivoire  y  M.  A.  de  Virgilio.  El  10  de 
Enero  de  1894,  la  Oficina  hubo  de  ser  clausurada  por  economía. 
Sánchez  redactó  una  nota,  firmada  por  él  y  los  demás  emplea- 
dos, donde  decía:  «Los  abajos  firmados,  empleados  como  meri- 
torios, expresan  a  su  digno  jefe  D.  Juan  Vucetich  los  más  no- 
bles sentimientos  de  adhesión  y  afecto,  y  le  ofrecen  bajo 
palabra  de  honor  cooperar  y  mantenerse  a  sus  órdenes,  aun- 
que fuese  sin  sueldo». 

Y  asilo  hicieron.  Todos  los  empleados,  por  consejo  de  Flo- 
rencio, trabajaron  sin  sueldo.  Sánchez,  por  ese  bello  gesto, 


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quedó  sin  recursos.  Debía  varios  meses  de  pensión.  La  patro- 
na  lo  echó.  Y,  durante  quince  días,  cuando  todos  los  emplea- 
dos se  iban  a  sus  casas,  él  se  ocultaba  en  el  fondo.  En  un  galli- 
nero. Allí  dormía. . .  Y  así  vivió  toda  su  vida.  Vivió  con  altivez 
en  su  miseria.  Vivió  con  dignidad  en  sus  actos.  Pudo,  con  la  vo- 
luntad que  ponía  en  sus  ideales,  llegar  a  ser  dichoso.  Pero  la 
desdicha  le  mordía  los  talones  como  un  perro  con  rabia.  En  sus 
obras  ha  volcado  su  vida.  No  hay  dolor  de  sí  mismo  que  no 
tenga  un  reflejo  en  sus  dramas.  La  persecución  de  la  fatalidad 
la  expresa  Sánchez  en  las  palabras  que  hace  decir  a  Zoilo  en 
su  Barranca  abajo: 

«Bien  saben  todos  que  la  mala  suerte  siempre  me  acompa- 
ñó, como  la  sombra  al  árbol. . .» 

Y  después: 

«¡Señor!...  [Señor!  ¿Qué  le  habré  hecho  a  la  suerte  pa  que 
me  trate  así?» 

Y  la  nostalgia  del  hogar  ausente: 

«Se  deshace  más  fácilmente  el  nido  de  un  hombre,  que  el 
nido  de  un  pájaro.» 

Sánchez,  cansado  de  sufrir,  quiso  matarse. 

Mucho  tiempo  antes,  había  puesto  en  boca  de  Zoilo  aquel: 

«¡Amalaya  fuera  tan  fácil  vivir  como  morir!» 

En  efecto.  ¡Qué  difícil  le  fué  vivir  tranquilamente,  en  paz 
como  él  quería,  o  como  quería  aquella  Robustiana  de  Barran- 
ca abajo: 

«Vivir  tranquilos,  sin  nadie  que  moleste...  En  una  casita 
blanca...  Allá  lejos...» 

Mi  gran  amigo  Callorda,  cónsul  uruguayo  en  Milán,  que  le 
ayudó  a  morir  con  las  manos  puestas  entre  sus  manos  leales, 
me  contó  que  en  los  últimos  momentos  aún  tenía  Florencio 
energías  para  luchar  y  vencer  a  la  muerte.  Quería  volver  a 


13 

América  para  construírsela  casita  blanca...  Pero  tosía.  Tosía 
mucho.  El  pecho  rajábasele  con  los  zumbidos  de  la  tos.  ¡Y  la 
sangre!  ;Esa  eterna  gota  de  sangre!  ¡Esa  maldita  gota  asesina 
que  se  llevaba  entre  sus  glóbulos  la  médula  de  aquel  espíritu 
exquisito  y  bravio  y  el  espíritu  de  aquella  médula  de  machi- 
dumbre  gaucha!  Antes  de  expirar,  bromeábase  a  sí  mismo  con 
las  palabras  de  Zoilo  a  Robustiana: 

«Vamos,  Florencio.  Trate  de  sujetar  esa  tos,  pues...  ¡Qué 
diablos!  Tírele  de  la  riendita...» 

Murió  como  había  vivido:  tirándole  de  la  riendita  a  la  vida. 
A  esa  vida  que  se  le  fué  a  donde  se  van  los  potros  cuando  vie- 
ne tormenta:  a  la  querencia.  Al  cielo, . . 

Juan  José  de  Soiza  Rkílly 

Buenos  Aires  1918. 


LOS  DERECHOS  DE  LA  SALUD 


PERSONAJES 


LUISA  =  MIJITA : 
RENATA  =  ROBERTO 
POLOLO  =  NENA 


=  ALBERTINA 
=  DOCTOR  RAMOS 
=  UN  CRIADO 


ACTO  PRIMERO 


Un  saloncito  amueblado  sin  lujo,  pero  con  elegancia  y  buen  gusto 


ESCENA  PRIMERA 
Luisa  y  Mijita 

Luisa  Está  bien,  Mijita,  está  bien.  Luego  me  contarás 
el  resto. 

Mijita   Como  gustes.  Creí  que  te  interesara. 

Luisa    Lo  que  me  interesa  es  ver  a  mis  hijos. 

Mijita   Se  fueron  ya  a  tomar  el  aire. 

Luisa    ¿Pero  esas  criaturas  viven  en  la  calle? 

Mijita    ¡Oh,  no  hay  que  exagerar!. . . 

Luisa  Hace  dos  días  que  estoy  de  vuelta  y  en  todo  ese 
tiempo  apenas  si  he  podido  tenerlos  una  hora  a 
mi  lado.  Parece  que  lo  hicieran  deliberadamente. 

Mijita   ¿Qué  supones,  hijita,  que  lo  hagamos  a  propósito? 

Luisa    Aislarlos  de  mí. 

Mijita  ¡Virgen  María!...  jY  lo  piensa!. . .  Antes,  sí,  hi- 
jita; cuando  estabas  enferma,  los  médicos  acon- 
sejaron que  los  alejáramos  un  poco  para  evitarte 
molestias...  Pero  hoy  que  estás  tan  bien,  tan 
repuesta,  ¿qué  necesidad  habría?  Es  cierto  que 
salen  seguido. . . 

Luisa    Demasiado  seguido. 


20 

Mijita  . .  .pero  es  por  e!  bien  de  ellos.  Las  criaturas  son 
un  poco  débiles  y  necesitan  tomar  aire,  mucho, 
como  dice  el  doctor  Ramos. 

Luisa    Pues...  en  adelante  saldrán  conmigo. 

Mijita   Eso  me  parece  muy  bien  pensado,  salvo  que. .. 

Luisa    (Brusca.)  ¿Qué?  ¿Salvo  qué? 

Mijita  Como  ya  empiezan  los  fríos,  ¡quién  sabe  si  te  con- 
viene hacer  muchas  excursiones! 

Luisa    También  yo  necesito  mucho  aire. 

Mijita   No  este  aire  de  la  ciudad. 

LUISA      MuChO  aire...  (Abre  la  ventana  de  par  en  par,  después 

de  descorrer  las  cortinas.)  ¡Estoy  en  una  atmósfera  de 

invernadero!...  (Aspira  una  bocanada  de  aire.)  ¡Ah!... 

Mijita  El  relente  de  la  tarde  es  muy  malo,  hijita.  Sal  de 
esa  ventana.  No  seas  imprudente.  Sal  de  aquí. 

(Cierra  la  ventana.) 

Luisa  ¡Mijita!  ¡Mijita!...  (Tomándola  por  un  brazo.)  ¡Mijita, 
ven  acá!  Mírame  bien;  bien,  así,  en  los  ojos.  Tú 
sabes  la  verdad.  Dímela. 

Mijita   Virgen  Santa,  ¿qué  verdad  quieres  que  te  diga?... 

Luisa    La  verdad  de  mi  salud.  Dímela. 

Mijita    ¡Pero  hijita!... 

Luisa    Yo  estoy  tísica;  ¿no  es  cierto? 

Mijita  ¡Virgen  Santa!...  ¡Qué  locuras  te  pasan  por  la  ca- 
beza, híjita!...  (Confundida,  rehuye  las  miradas  de 
Luisa.) 

Luisa  Mírame  te  digo;  mírame  bien.  Tú  que  nunca  has 
engañado  a  tu  hijita,  no  debes  mentirla  ahora. 
Estoy  condenada,  ¿verdad? 

Mijita  ¡No,  santa;  no  pienses  cosas  tan  tristes...  cosas 
tan  terribles... 

Luisa  Más  terrible  es  el  tormento  de  la  duda.  Quiero 
saber.  Quiero  defenderme.  Te  lo  han  dicho,  ¿ver- 
dad? «La  hijita  Luisa  está  condenada,  se  muere; 


21 


se  muere  a  plazo  más  o  menos  largo,  pero  se 
muere». 

MiJITA     (Angustiada.)  ¡No,  HO,  no!... 

Luisa  ¡Sí,  sí,  sí!...  ¿No  ves  que  te  traicionas?...  Te  han 
hecho  entrar  en  el  complot,  sin  contar  con  que  en 
.  tu  alma  sencilla  no  cabe  el  disimulo.  Y  sin  contar 
con  que  tú  en  ningún  caso  estarías  contra  mí. 

MfjiTA  ¡Contra  ella!  ¡Quién  podría  estar  contra  ella,  Dios 
Santo! 

Luisa  Todos  los  que  me  ocultan  la  verdad.  De  modo, 
Mijita,  que  es  preciso  ser  razonable.  ¿Que  tú  no 
te  atreves  a  decir  las  cosas?  Yo  te  ahorraré  el 
trabajo:  Renata  y  Roberto  conocen  mi  sentencia. 
El  doctor  Ramos  se  lo  ha  dicho  todo  a  mi  marido, 
y  Roberto  no  ha  podido  ocultárselo  a  Renata,  que 
ejerce  aquí  desde  mi  enfermedad  funciones  ma- 
ternales. ¿Comprendes?  Que  es  una  especie  de 
señora  de  la  casa,  la  suegra  de  Roberto,  como 
quien  dice.  El  espíritu  práctico,  avezado  y  fuerte, 
y  como  ambos  no  podían  obrar  sin  contar  con  tu 
complicidad,  te  enteran  del  caso.  «Luisa  está  con- 
denada, está  tísica;  su  mal  es  incurable,  y  lo  que 
es  peor,  contagioso.  Y  ya  que  no  podemos  salvar- 
la, hay  que  salvar  a  los  niños;  tenemos  que  sal- 
varnos todos». 

Mijita   No,  hijita,  te  juro. , . 

Luisa  No  jures  nada.  Sé  que  he  perdido  todos  los  dere- 
chos de  la  vida.  Que  no  puedo  ser  madre,  ni  es- 
posa, ni  amiga. . .  Me  separan  de  mis  hijos  para 
que  no  los  envenene  con  mis  besos. . . 

Mijita  (Llorando.)  No,  santa.  Eres  injusta  y  cruel  con 
nosotros  y  contigo  misma.  La  Mijita  no  podría 
prestarse  a  ningún  complot.  No  podría  hacerlo. 
Te  juro. . .  ¿Me  crees  capaz  de  jurar  en  vano?.. . 


22 


iTe  juro!. . .  Mira,  te  juro  por  Dios  y  María  San- 
tísima, que  nada  de  lo  que  dices  es  verdad.  ¿Se- 
rías capaz  de  creerme  ahora? 

Luisa    Sí,  Mijita,  quisiera  creerte. 

Mijita  Mientras  estabas  en  las  sierras,  muchas  veces 
nos  ha  visitado  el  doctor  Ramos  y  siempre  le  he 
oído  hablar  con  Renata  de  tu  enfermedad.  Tú 
tienes  una  bronquitis,  nada  más  que  una  bronqui- 
tis, que  se  curará  con  paciencia  y  con  cuida- 
dos. . .  Una  bronquitis...  Una  bronquitis... 

Luisa    (Esperanzada.)  ¿No  me  engañas? 

Mijita    ¡Oh!  ¿Quieres  que  te  lo  jure  otra  vez? 

Luisa    No,  Mijita,  basta.  Sin  embargo... 

MlJITA     (¿dvirtiendo  a  Albertina.)  Mira  quien  llega.  (Aparte.) 

Dios  la  manda. 


ESCENA  II 
Dichos  y  Albertina 

Luisa      (Alborozada,  yendo  a  su  encuentro.)  ¡Albertina!  ¡Al- 
bertina!... 

Alber.    (Retribuye  las  caricias  de  Luisa,  que  son  sumamente  ex- 
tremas, con  cierto  embarazo,  que  no  pasa  inadvertido  para 

ésta.)  ¿Cómo  estás,  Mijita?...  ¿Qué?...  ¿Has  llo- 
rado, Mijita?  ¡Qué  cara  tan  fúnebre!  ¡Seguro  que 
esta  desalmada  de  Luisa  te  ha  regañado!  ¡Qué 
perversidad!  ¡A  la  madre  y  a  la  hijita  de  tanta 
gente!... 

Luisa    Llora  por  mí.  Se  le  ha  ocurrido  de  que  estoy  en- 
ferma de  gravedad,  ¡que  estoy  tísica,  nada  menos!... 
Mijita    ¡Oh,  hijita!...  (Sollozando.) 

Luisa    Observa  esos  pucheros.  Es  muy  posible  de  soltar 
el  trapo  otra  vez.  (Abrazándola.)  Pobre  viejita. 


23 


Tranquilízate.  Te  juro  que  nunca  me  he  sentido 
tan  bien. 

Alber.  Efectivamente.  Te  ha  probado  la  estadía  en  la 
sierra.  ¿Cuántos  kilos?  Y  buenos  colores  y  es- 
píritu alegre.  Mijita,  ¿cómo  se  te  han  ocurrido 
semejantes  cavilaciones? 

Luisa    Tan  indiscretas,  sobre  todo... 

Mijita   Yo.  . .  yo...  Yo  me  voy.  <se  va  de  prisa,  ahogándoso.) 


ESCENA  III 
Dichos,  menos  Mijita 

Alber.  ¡La  buena  Mijita!...  Espero  que  no  lo  habrás  to- 
mado en  cuenta. 
Luisa    ¿No  te  sientas? 

Alber.  Claro  que  sí.  ¿Mi  marido  no  ha  estado  por  acá? 
Roberto  lo  llamó  por  teléfono  esta  mañana.  Te 
aseguro  que  fué  una  sorpresa,  pues  no  esperába- 
mos regresaran  tan  pronto.  ¿Por  qué  no  avisaron 
que  venían?  Habríamos  ido  a  recibirlos  a  la  es- 
tación. 

Luisa  Fué  repentino  el  viaje.  Imagínate  que  media 
hora  antes  de  salir  el  tren,  me  dice  Roberto:  «¡Nos 
vamos  ahora  mismo!» 

Alber.  Es  raro. 

Luisa  Pretextó  un  llamado  urgente,  por  despacho  tele- 
gráfico, despacho  que  por  cierto  no  me  ha  mos- 
trado. 

Alber.  Como  de  costumbre.  Me  figuro  tu  inquietud,  pen- 
sando en  que  podía  haberle  sucedido  algo  a  los 
nenes  o  a  Renata. 

Luisa  A  ese  respecto  no  me  asaltó  el  menor  temor,  te 
lo  aseguro.  Roberto  hubiera  tratado  de  prevenir- 


24 


me.  Por  otra  parte,  estoy  habituada  a  sus  miste- 
rios y  no  trato  de  descifrarlos.  En  él  lo  más 
enigmático  es  lo  menos  importante.  Sólo  sabe 
ocultar  las  trivialidades. 

Alber.  Parece  que  estuvieras  resentida. 

Luisa  No. 

Alber.  Apuesto  a  que  hay  confidencia  en  puerta.  (Con  exa- 
geración cómica.)  Habla,  mujer.  Desahoga  tus  penas. 
¿Qué  te  ha  hecho  ese  monstruo  de  infidelidad? 

Luisa    No  pensé  hacer  ningún  reproche. 

Alber.  Confía  en  mí.  Cuenta,  muchacha. 

Luisa  Y  en  último  caso,  el  tono  que  adoptas  no  es  el 
más  a  propósito  para  provocar  confidencias. 

Alber.  ¿Te  has  ofendido?  Perdóname.  Como  te  conozco 
muy  bien  y  conozco  igualmente  a  tu  esposo,  no 
pude  colocarme  en  situación  de  tragedia. 

Luisa    Pues  nada  ocurre.  Ni  tragedia  ni  saínete. 

Alber.  Punto  y  aparte  entonces. 

Luisa    Como  gustes. 

Alber.  (Con  extrañeza.)  ¡Oh!...  ¿Qué  tienes,  Luisa?...  ¿Por 
qué  me  tratas  así?  No  creo  haber  merecido  tanta 
acritud  por  poner  un  poco  de  mi  buen  humor,  en 
mi  empeño  de  desvanecer,  quién  sabe  qué  cavilo- 
sidades tuyas.  Dime;  ¿a  qué  puedo  atribuirla? 
Debe  mediar  algún  motivo  grave  para  que  hayas 
llegado  a  olvidar  ios  respetos  debidos  a  nuestra 
vieja  amistad. 

Luisa     ¡Oh,  cuánta  solemnidad!...  (Remedando.)  «Los  res- 
petos debidos  a  nuestra  vieja  amistad».  ¡Tonta! 
Alber.  (Ofendida.)  ¡Luisa! 

Luisa    No  retiro  la  palabra.  ¡Tonta!...  ¡Tonta  y  tonta!. . . 

¡En  el  acto  pídame  usted  perdón  de  sus  sospechas! 
Alber.  ¡Será  posible  que  no  acabe  de  comprenderte! . . . 
Luisa    La  culpa  es  tuya.  No  soy  tan  complicada. 


25 

Alber.  Confesarás,  cuando  menos,  que  estabas  de  mal 
humor... 

Luísa  ¡Oh  perspicacia!  ¡Sí,  Albertina!  Ya  que  tan  nece- 
sario es,  te  diré  que  me  impacienta  un  poco  el 
tono  incrédulo  y  protector  de  tus  palabras.  Ad- 
vierte que  me  negabas  el  derecho  de  tener  una 
complicación  en  mi  vida... 

Alber.  ¿El  derecho?. . .  No  te  entiendo. 

Lüísa    La  posibilidad,  si  quieres,  si  te  resulta  más  claro. 

Alber.  Bien  remota,  por  cierto. 

Luisa    Tú  no  lo  creas  así. 

Alber.  No  eres  poco  exigente,  que  digamos.  Tienes  un 
marido  que  te  adora  y  a  quien  adoras;  un  par  de 
chicos  que  son  una  gloria  y  el  amor  de  una  her- 
mana modelo;  vives  entre  espíritus  simples  y  bue- 
nos como  el  tuyo...  Nadie  mejor  resguardado  de 
las  tormentas  de  la  vida. 

Luisa    ¡Oh!  No  hay  puerto  seguro  para  todos  los  vientos. 

Alber.  Está  claro;  si  hemos  de  ir  a  los  extremos,  si  he- 
mos de  pensar  en  las  fatalidades  irremediables  de 
la  existencia... 

Luisa  ¡Las  fatalidades  irremediables!  ¿Y  por  qué  no  des- 
contarlas del  haber  de  nuestra  dicha?... 

Alber.  Sencillamente  porque...  porque  nos  quedaríamos 
sin  capital...  ¿Pero  a  qué  viene  tanto  pesimismo, 
mujer?  ¿Será  que  te  han  impresionado  las  tonte- 
rías de  Mijita? 

Luisa    Nada  me  decía  la  pobre  vieja.  Fui  yo  quien... 

Alber.  ¿Tú? 

Luisa    Sí,  yo. 

Alber.  No  deja  de  ser  una  maldad  asustar  a  la  pobre 
viejita.  Por  otra  parte,  no  te  alabo  el  gusto  de 
gastar  bromas  tan  lúgubres. 

Luisa    Hablaba  muy  seriamente.  Quise  obligarla  a  con- 


fesar  lo  que  ninguno  de  los  que  me  rodean  ignora 
y  todos  quieren  ocultarme. 
Alber.  iDios  nos  ampare!  Linda  esperanza  nos  dejas, 
mujer,  si  con  semejante  salud  que  te  rebosa  em- 
piezas a  creerte  camino  del  otro  mundo.  ¿Estás 
en  tu  juicio?... 

Luisa  ¡Uf!...  Siempre  lo  mismo.  ¡La  piadosa  y  compa- 
siva digresión!  ¡Oh,  hazme  el  favor  de  no  conti- 
nuar así,  si  no  quieres  verme  de  nuevo  irritada! 

Alber.  ¡Pero  Luisa! 

Luisa  Calla.  No  te  fatigues  en  persuadirme,  en  ilusio- 
narme. Me  hace  más  daño  la  caritativa  ficción 
de  ustedes,  que  el  mismo  mal  que  me  roba  la  vida. 

Alber.  Estás  diciendo  cosas  absurdas,  mujer. 

Luisa  (irónica.)  Sí,  absurdas.  Desde  hace  un  año  mis 
sentidos  y  facultades  están  en  bancarrota.  Me  he 
idiotizado.  He  perdido  la  ponderación  de  las  co- 
sas y  de  los  hechos.  Nada.  Ni  veo,  ni  oigo,  ni 
palpo,  ni  presiento,  ni  discierno.  Me  ataca  una 
enfermedad  que  me  tiene  no  sé  cuántos  días  a 
las  puertas  de  la  muerte;  salgo  de  sus  garras  pro- 
videncialmente, y  entro  a  convalecer.  Comienzo 
a  experimentar  la  alegría  del  retornar  de  mis 
fuerzas,  y  vuelven  a  mi  espíritu  las  golondrinas 
de  la  esperanza.  Unas  horas  más,  un  día,  quizá 
un  mes...  Me  aguardan  todos  los  dones  de  la  pie- 
nitud  de  la  vida.  Pero  pasa  la  hora,  el  día,  el  mes.  j 
La  meta  se  ha  alejado.  ¡Sin  embargo,  nada  es  la  I 
nueva  distancia  para  la  certidumbre  del  completo 
revivir!  Vamos  de  nuevo  hacia  ella,  pero  de  nuevo 
se  distancia...  Y  muchas  veces  más  la  buscamos 
en  vano.  ¡Oh!  Entonces  las  golondrinas  empiezan  j 
a  emigrar,  sin  que  baste  a  retenerlas  el  cálido 
optimismo  de  los  míos.  Las  he  visto  irse,  Alber- 


27 

tina,  una  por  una,  en  las  alternativas  de  esta  con- 
valecencia que  no  acaba  nunca,  que  acabará 
conmigo. 
Alber.  ¡Oh,  imaginación! 

Luisa  ¡No,  no  es  la  imaginación!...  Es  la  realidad  cruel 
de  mi  dolencia  sin  lenitivos.  Y  si  ella  no  bas- 
tara a  convencerme  de  que  estoy  irremisible- 
mente condenada,  ahí  están  ustedes  ahu>en- 
tando  las  últimas  golondrinas:  mi  marido,  mi 
hermata,  la  vieja  criada,  mis  amigos  y  hasta  los 
extraños... 

Alber.  ¿Nosotros? 

Luisa  Ustedes,  ustedes,  ustedes.  Se  les  lee  en  los  ros- 
tros la  sentencia  irremisible.  jOh!  ¡Si  tü  hubieras 
visto  como  he  visto  yo  al  pobre  Roberto,  tan  su- 
frido, tan  enérgico,  tan  fuerte,  tan  consolador, 
con  su  optimismo  irradiante  durante  la  enferme- 
dad, y  en  los  primeros  días  de  la  convalecencia 
ir  hora  por  hora  cediendo  y  quebrantándose  hasta 
derrumbarse  en  la  congoja  de  la  desesperanza  y 
la  piedad!  Su  optimismo  de  hoy  es  una  mediocre 
simulación  caritativa.  Caritativa,  ¿me  compren- 
des?... Y  luego  mi  hermana,  un  caso  estupendo 
de  fanatismo  y  resignación,  y  los  sobresaltos  de 
la  triste  Mijita,  ese  fiel  animal  doméstico  que 
gira  en  torno  mío,  azorada,  con  el  presentimiento 
de  la  catástrofe  inminente,  gruñendo  a  todos  los 
rumbos  en  celoso  acecho  del  enemigo,  que  sabe 
que  ha  de  llegar,  y  de  quien  quisiera  protegerme 
y  defenderme  con  todas  sus  fuerzas.  Y  luego. . . 
y  luego  la  profilaxia...  ¡Ah,  la  profilaxia,  la  higie- 
ne!... Un  trabajo  de  araña  sutil,  sutilísimo.  Una 
tela  dorada  por  mil  pretextos  y  engañifas  con  que 
lo  van  envolviendo  a  uno  sin  que  lo  sienta,  hasta 


28 


dejarlo  aislado  de  sus  semejantes  para  que  no  los 

Contamine. 

Alber.  (Conmovida  )  No  prosigas,  Luisa,  r;o  prosigas.  Eso 
es  falso...  ¡Tú  deliras!...  No  continúes,  que  me 
afligirás  a  mí  también  con  tus  cavilaciones...  Es- 
tás viendo  fantasmas,  mujer... 

Luisa  ¿Y  lo  dices  tú,  Albertina?  ¡Tú  que  hace  un  momen- 
to, al  entrar  aquí,  me  volvías  la  cara  para  que  en 
los  transportes  de  mi  efusión  cariñosa  no  fuera  a 
inocularte  los  gérmenes  del  mal  terrible! 

Alber.  ¿Yo? 

Luisa  Tú.  No  te  dejaste  besar  en  la  boca.  Comprendo 
ese  sentimiento.  Hice  mal.  Tienes  hijos,  además... 
A  los  míos  ya  no  puedo  besarlos... 

Alber.  ¡Oh!  ¿Eso  era  todo?...  Ahora  verás  cómo  te  en- 
gañas... (Besándola.)  ¿Lo  ves?  Te  beso  en  la  boca, 
bebo  tu  aliento...  ¿Te  has  convencido?  Y  te  beso 
otra  vez,  y  otra...  y  otra... 

Luisa    (incrédula.)  ¡Ahora!  ¡Por  caridad! 

Alber.  (Ofendida.)  Perdóname,  entonces. 

LUISA      (Reaccionando  emocionada.)  No  te  ofendas...  Soy  itt- 

justa...  ¡Gracias,  Albertina,  gracias!,..  ¡Ah,  si  tú 
quisieras  comprenderme;  si  quisieras  ser  mi  con- 
fidente, el  amigo  fuerte,  el  amigo  leal,  sin  pre- 
juicios y  sincero  que  me  hace  falta! 

Alber.  Lo  soy,  Luisa. 

Luisa    ¿Me  dirás  la  verdad? 

Alber.  (impaciente.)  ¿Pero  qué  verdad,  hija,  quieres  que 
te  diga?  No  pienses  encontrar  en  mí  un  cómplice 
que  ampare  y  aliente  tus  preocupaciones.  Eso 
nunca. 

Luisa  No  me  sirves  entonces.  Estoy  harta  de  ficción. 
Necesito  un  espíritu  capaz  de  acompañarme  en 
las  horas  de  desesperanzas;  necesito  verdad  y 


29 


buena  fe.  Dime,  dime  que  estoy  condenada,  que 
debo  morir  fatalmente.  Dímelo.  Yo  no  le  temo  a 
la  muerte.  Tengo  miedo  de  la  vida  que  me  espe- 
ra, despojada  de  todos  sus  derechos.  Me  horrori- 
za la  perspectiva  de  verme  convertida  en  mísero 
pingajo  humano,  expuesta  a  la  piadosa  condolen- 
cia de  la  gente.  ¿No  me  entiendes?  No  quiero  que 
me  tengan  lástima.  Quisiera  afrontar  el  porvenir 
como  he  afrontado  la  vida,  serena  y  tranquilamen- 
te, confortada  con  el  apoyo  de  espíritus  afines. 
Basta  de  caridad.  Bastantes  energías  me  ha  roba- 
do mi  mal.  No  quisiera  que  mi  altivez  se  acabara 
de  rebajar.  Hay  quienes  experimentan  la  volup- 
tuosidad de  la  conmiseración  que  inspiran.  Yo  no, 

¿me  oyes? No.  ¡No,  no!...  (La  fatiga  que  debe  ir  sintien- 
do, se  resuelve  en  un  acceso  de  tos.) 

Alber.  No  te  exaltes,  que  té  fatigas.  ¿Lo  ves? 

Luisa     (Dominándose  un  instante.)  Contesta,  contesta  este 

argumento...  ¡Desmiénteme!...  ¡Oh,  me  sofoco!... 

(Va  a  toser  a  la  habitación  inm  ediata.)  ¡Un  instante!... 

Perdóname... 


ESCENA  IV 

Albertina,  después  Renata  y  los  nenes,  un  Varón 
y  una  niña,  de  5  y  4  años,  respectivamente 

ÁLBER.  (Acompaña  la  calida  de  Luisa  con  un  gesto  compasivo  y 
enjuga  una  lágrima.) 

Renata  (Qne  entra  con  ios  nenes.)  ¿Cómo  estás,  Albertina? 

Alber.  ¡Oh,  déjame!...  ¡Muy  triste!  ¡Si  vieras  qué  mal  en- 
cuentro a  Luisa!  ¿La  oyes?  Un  acceso  terrible  de 
tos.  Se  puso  a  hablar,  y  a  hablar  exaltándose 


30 


como  en  un  delirio...  Y  lo  peor  no  es  eso...  Des- 
confía... Lo  sabe  todo... 

Renata  Sí;  Roberto  me  lo  ha  dicho.  La  asaltan  con  fre- 
cuencia esas  crisis  nerviosas.  Son  manifestacio- 
nes de  la  enfermedad...  Ayer  nos  tuvo  angus- 
tiados a  todos  con  sus  interrogatorios  y  sus 
reproches.  Sospecha,  pero  no  está  convencida  de 
su  mal.  Esa  insistencia  en  que  ie  digamos  la  ver- 
dad, revela  su  incertidumbre. 

Alber.  A  mí  me  impresionó  tanto,  que  estuve  a  punto  de 
confesárselo  todo... 

Eenata  No.  ¡Cuidado!...  La  mataríamos.  Vuestra  negativa 
es  el  ultimo  asidero  de  sus  esperanzas... 

Alber.  Viene  hacia  acá.  Disimula...  ¡Pero  qué  bien  es- 
tán los  nenes!...  ¿Vienen  del  paseo?... 

ESCENA  V 
Dichos  y  Luisa 

Luisa  (Demudada  y  temblorosa,  entra  secándose  el  sudor  con  el 
pañuelo.  Al  ver  a  sus  hijos,  corre  hacia  ellos  con  efusivo 

transporte.)  ¡Pololo!...  ¡Nenal...  ¡Oh,  mis  hijitos, 

mis  criaturas  queridas!...  (Los  une  en  un  estrecho 

abrazo  y  llora  dulcemente  sobre  sus  cabecitas,  monolo- 
gando ternuras.) 

Pololo  ¿Qué  tienes,  mamita?  ¿Estás  llorando?...  ¿Por  qué 
estás  llorando?... 

Luisa  (Serenándose.)  No,  no  lloro...  Es  que...  Son  cariñi- 
tos...  ¡He  pasado  tanto  tiempo  lejos  de  uste- 
des.,. Y  ustedes  son  tan  malos,  que  prefieren 
irse  de  paseo  en  vez  de  estar  con  su  mamá... 
¡Ah,  pero  me  las  van  a  pagar!...  ¡Ya  verán...  ya 
verán!... 


3! 


Pololo  No  te  enojes...  Es  Renata  que  nos  lleva  todos  los 
días  a  la  Recoleta  en  coche... 

Lüisa  Lo  sé,  Pololo.  Y  hace  muy  bien.  Cuando  los  ni- 
ños son  juiciosos  hay  que  premiarlos...  <a  Mijita 
q*e  aparece.)  ¿Quieres  algo,  Mijita?... 

ESCENA  VI 
Dichos  y  Mijita 

Mijita  Precisamente  venía  en  busca  de  estos  perjenios. 
Calculaba  que  estarían  de  vuelta. 

Luisa    ¿Qué?  ¿Ya  quieren  quitármelos?... 

Mijita    Es  que  deben  tomar  el  alimento. 

Luisa  ¡No,  no!...  Hoy  se  lo  daré  yo.  No  los  separan  de 
mi  lado.  Albertina,  tú  no  has  de  haber  tomado  el 
té  tampoco.  ¿Quieres  pasar?  Nos  entretendre- 
mos con  estos  personajes. 

Alber.    De  buena  gana  aceptaría,  pero... 

Luisa  No  temas.  Por  el  momento  (indicando  a  ios  niños ) 
no  puede  ser  peligroso.  Vamos.  ¡ Ay!  Se  nos  com- 
plica la  fiesta  íntima.  ¿Cómo  está  usted,  doctor 
Ramos? 

ESCENA  VII 
Dichos,  Roberto  y  Ramos 

Ramos  (Saludando.)  ¡Señora! . . .  No  le  pregunto  cómo 
está  usted,  porque  lleva  en  su  aspecto  la  res- 
puesta . 

Luisa    ¿Lo  cree,  doctor? 

Eamos  Roberto,  a  quien  encontré  en  la  puerta  de  la 
calle,  me  daba  las  más  optimistas  impresiones,  y 
usted  las  confirma  plenamente.. . 


32 


Luisa    Sin  embargo,  es  extraño  que  lo  haya  llamado... 
Eober.   Olvidas  que  bien  he  podido  tener  necesidad  de 

ver  al  amigo,  ya  que  no  al  profesional. 
Luisa.    Bien.  Conformes  entonces.  Advierto  a  ustedes 

que  teníamos  programa  hecho  con  Albertina. 

¿Quieren  pasar  a  tornar  una  taza  de  té? 
Eober.    Iremos  después. 

Luisa  Como  gusten.  Vamos,  niños.  Albertina...  ¿Vienes, 
Renata? 

Renata  Prefiero  quedarme.  Tengo  que  concluir  la  copia 
de!  último  trabajo  de  Roberto... 

Luisa  (Con  intención. )  ¡Ah,  comprendido!...  ¡Comprendi- 
do!.. »  (Mutis  con  Albertina,  los  niños  y  Mijita  ) 

ESCENA  VIII 
Renata,  Ramos  y  Roberto 

Eamos  Tiene,  efectivamente,  mejor  aspecto  la  pobre 
Luisa. 

Eober.  Reaccionó  pronto  la  última  crisis.  Sin  embargo, 
aquellas  alturas  no  eran  propicias. 

Ramos  Sí,  un  poco  enrarecido  el  aire;  pero  de  todos  mo- 
dos, hubiera  sido  preferible  aquello  a  la  atmós- 
fera viciada  de  la  ciudad.  No  me  has  explicado 
aun  los  motivos  del  regreso  tan  precipitado. 

Eober.    Nos  expulsaron. 

Eamos    ¿Cómo?  ¿Por  qué? . . . 

Eober.  Una  historia  muy  curiosa.  Tú  no  ignorarás  que 
mi  situación  económica  es  bastante  precaria  de 
algún  tiempo  a  esta  parte... 

Eamos    Siempre  has  debido  contar  con  mi  amistad... 

Eober.  No,  no  se  trata  de  lo  que  supones.  Verás...  En 
Los  Cerros  lo  pasábamos  muy  bien,  únicos  pensio- 


53 


nistas  de  una  de  tantas  familias  que  no  tienen 
miedo  del  contagio,  porque  están  contaminadas  y 
sacan  doble  provecho  de  su  mal  y  del  mal  del 
prójimo.  Naturaleza  pintoresca,  clima  apacible  y 
presupuesto  muy  llevadero.  Aquello  era  por  todos 
conceptos  lo  más  conveniente...  Pero,  como  te 
escribí,  en  la  imaginación  de  Luisa  empezó  a  tra- 
bajar el  miedo  y  la  desconfianza.  No  era  para 
menos,  te  lo  aseguro,  el  espectáculo  de  aquella 
población  doliente.  No  te  lo  voy  a  describir  por- 
que tú  debes  conocerlo  muy  bien,  a  pesar  de  que 
la  costumbre  de  ver  una  cosa  limita  la  facultad 
de  analizarla.  Bastará  con  que  te  diga  que  yo 
mismo,  más  de  una  vez,  dejando  trabajar  un  poco 
la  mente,  he  sentido  que  la  angustia  y  el  espanto 
me  oprimían  el  alma.  ¡La  tos!  Todos  tosen;  creo 
que  allí  hasta  los  sanos  tosen  por  sugestión.  En 
ia  Villa,  en  los  hoteles,  en  los  sanatorios,  en  los 
paseos,  donde  quiera  que  uno  va,  lo  acompaña  la 
lúgubre  desafinación  de  esa  orquesta  de  escuáli- 
dos músicos,  exasperados  y  febricientes,  que 
sudan  la  voluntad  de  arrancar  un  poco  de  armo- 
nía a  sus  desvencijados  instrumentos,  sin  conse- 
guir otra  cosa  que  un  monótono  jadear  de  fuelles 
rotos...  Para  Luisa,  aquello  se  convirtió  en  una 
dolorosa  obsesión.  Sus  desconfianzas  y  su  irrita- 
bilidad iban  creciendo,  y  una  noche  en  que  no 
nos  dejó  dormir  el  carraspear  desesperante  de  un 
tísico,  nuestro  vecino  de  habitación,  me  expresó 
su  resolución  de  huir  de  aquel  antro.  Todo  mi 
empeño  en  disuadirla,  se  estrelló  contra  su  vo- 
luntad firme  y  casi  amenazadora.  Conseguí  úni- 
camente arrastrarla  a  uno  de  los  hoteles  de  la 
cumbre.  Allí,  al  menos,  no  se  oye  tanto  la  fatídica 


54 

orquesta,  aunque  el  clima  es  menos  favorable... 

Eamos    ¡Oh,  precisamente  por  esol 

Rober.   La  vida  es  cara.  Había  además  que  hacer  una  re- 
novación del  equipo  y  ponerse  en  actitud  de  no 
desentonar  en  aquel  ambiente  refinado  y  aristo- 
crático. Todo  se  hizo;  no  obstante,  las  exigen* 
cias  del  médico  sobrepasaron  la  largueza  de  mis 
previsiones.  ¿Qué  hacerle?  Estaba  y  estoy  re- 
suelto  a  todos  los  sacrificios  en  homenaje  a  la 
paz  de  esa  triste  alma  compañera.  Pero  nada 
bastó.  Era  también  preciso  salvar  distancias  so- 
ciales, y  por  más  que  mi  reputación  literaria  pu- 
diera olvidarlas,  Luisa  no  entraba,  y  así  lo  com- 
prendió. Ni  ella  ni  yo  insistimos,  limitándonos  a 
hacer  rancho  aparte.  De  repente,  sin  que  se  sepa 
cómo  o  quizá  por  nuestro  orgullo  indiferente,  las 
gentes  empiezan  a  huir  de  nuestro  contacto,  y  el 
boycott  se  acentúa  cuando  Luisa  cae  en  cama. 
Así  que  mejora,  se  me  presenta  el  dueño  del  ho- 
tel. «Señor:  usted  perdonará,  pero  los  reglamen- 
tos de  la  casa  son  terminantes  y  los  pensionistas 
me  han  amenazado  con  irse  a  otra  parte  si  sigo 
albergando  enfermos  contagiosos»...  Y  patatín  y 
patatán.  En  resumen,  una  intimación  de  desalojo 
en  regla.  Había  en  el  establecimiento,  había,  sí, 
enfermos  más  avanzados,  pero  nó  eran  peligro- 
sos... 

Ramos    Porque  gastarían  más. 

Rober.  Precisamente.  Ahí  tienes  explicadas  las  causas  de 
nuestro  regreso  anticipado.  Hubiera  podido  lle- 
varla a  cualquier  otro  hotel  de  las  inmediaciones, 
pero  tuve  miedo  a  un  nuevo  boycott.  Luego, 
ella,  empieza  a  sentirse  deprimida  por  la  pertina- 
cia de  su  dolencia,  y  esa  depresión  se  traduce  en 


55 


fenómenos  nerviosos  muy  intensos.  Una  sensibi- 
lidad extrema,  humor  fácilmente  irritable,  descon- 
fianzas, prurito  de  análisis... 
Ramos    Me  ha  ;  dicho  que  las  impresiones  del  colega  que 
la  asistió... 

Rober.   Son  pesimistas.  Lejos  de  ceder,  el  mal  avanza. 

Pero  me  inspira  mayores  temores  su  estado  moral. 

Renata  Según  parece,  acaba  de  hacerle  una  escena  a 
Albertina.  La  encontré  llorando,  mientras  Luisa 
se  debatía  en  un  acceso  terrible  de  tos.  Después 
se  serenó,  como  ustedes  la  han  visto. 

Rober.  Nos  tiene  acosados  porque  le  digamos  la  verdad. 
Y  para  colmo,  ayer  la  sorprendí  leyendo  un  viejo 
trabajo  mío,  inconcluso,  que  andaba  por  ahí  per- 
dido entre  papeles  inservibles  y  titulado  Los  de- 
rechos de  la  salud.  En  ese  trabajo,  una  especie 
de  nouuelle,  un  tanto  sentimental,  estudiaba  la 
situación  moral  de  un  enfermo  incurable— atacado 
de  tuberculosis  precisamente — ,  que  descubre  que 
su  esposa  le  es  infiel  y  acaba  por  encontrar  ló- 
gica su  conducta,  justificándola,  en  que  no  siendo 
apto  para  llenar  las  funciones  de  la  vida,  no  se 
considera  con  derechos  para  encadenar  a  los 
sanos  a  sus  destinos  malogrados. 

Ramos    Conozco  el  asunto. 

Rober.  Es  verdad,  pues.  Si  fuistes  tú  quien  me  hicistes 
desistir  o  postergar  su  publicación,  objetándome 
que  los  tísicos  nunca  llegan  a  darse  cuenta  de 
su  mal... 

Ramos  Es  característico  el  optimismo  de  los  tuberculo- 
sos, producto  del  estado  febriciente  en  que  viven. 

Rober.  Bien;  eso  no  hace  ai  caso.  Luisa  lee  aquéllo  y  su 
imaginación  empieza  a  fantasear  y  a  despacharse 
a  su  gusto.  «Lo  has  escrito  a  propósito  y  lo  has 


56 


dejado  a  la  vista  para  que  lo  lea.  Niégame  ahora 

que  estoy  tísica».  Se  exaspera  y  llega  hasta  a 

decirme  sin  empache  las  cosas  más  absurdas,  ias 

sospechas  más  inverosímiles... 
Renata  Que  a  mí  también  me  alcanzaron.  Atribuía  mi 

solicitud  por  sus  hijos  al  propósito  de  arrebatarle 

los  derechos  de  la  maternidad... 
Rober.    ¡Cuánto  absurdo!  Hay  que  tomar,  pues,  alguna 

medida... 

R\mos    Quisiera  examinarla  un  poco. 

Renata  Hoy  no  lo  creo  oportuno.  Podría  alarmarse... 

Ramos  Mañana  o  pasado....  De  cualquier  modo,  creo  que 
no  debes  deshacer  las  maletas.  El  invierno  se 
viene  encima  y  es  preciso  llevarla  a  un  clima  más 
benigno;  al  Paraguay,  por  ejemplo. 

Rober.   Lo  he  pensado. 

Ramos  Por  muchos  motivos  convendría,  y  no  es  el  me- 
nos convincente,  el  de  que  es  necesario  preser- 
var a  los  niños.  (Mira  ia  hora.)  Es  tarde  ya.  Si  no 
me  necesitas  me  marcho,  porque  me  quedan  por 
hacer  algunas  visitas. 

Renata  Deja  usted  a  Albertina... 

Ramos  Sí.  Adiós,  Renata.  ¡Y  en  cuanto  a  ti...  paciencia! 
Mañana  vendré  (Le  estrecha  la  mano.  Mutis.) 

ESCENA  IX 

Renata  y  Roberto 

RENATA  (Después  de  us?. os  instantes  de  ensimismamiento.)  ¿En 

qué  piensa  usted,  Roberto? 
Rober.   Pienso...  pienso...  En  verdad,  no  podría  precisar 
en  qué  pienso.  Tengo  tantas  cosas  en  la  cabeza  y 
en  el  espíritu... 


57 

Renata  ¿Es  que  su  fe  empieza  a  quebrantarse?... 
Rober.   ¡Mi  fe!  ¿Qué  fe  resiste  a  tanta  inexorable  eviden- 
cia? 

Renata  La  fortaleza,  la  energía,  es  fe... 

Rober.   Siento  que  mis  fuerzas  se  desmoronan. 

Renata  Cuando  más  falta  le  hacen.  Tiene  usted  que  re- 
solver el  viaje  al  Paraguay  cuanto  antes... 

Rober.  La  resolución  está  tomada.  Diga  usted  mejor,  que 
debo  empezar  a  buscar  los  medios  de  realizarlo... 

Renata  Lo  sabía.  Por  eso  he  querido  hablarle. 

Rober.   ¿En  qué  sentido? 

Renata  Decirle  que  no  debe  usted  quebrarse  la  cabeza 
por  buscar  recursos.  Venda  mis  bienes,  o  hipote- 
que, o  haga  lo  que  quiera  de  ellos... 

Rorer.    ¡Oh!  [No!  ¡Eso  nunca!... 

Renata  No  he  hecho  el  ofrecimiento  antes  de  ahora  por 
desconocer  su  situación  financiera  y,  un  poqui- 
to, por  temor  de  mortificar  su  susceptibilidad. 
Hoy  sé  que  usted  no  sólo  ha  agotado  su  crédito, 
sino  que  también  ha  descontado  sobre  su  porve- 
nir literario,  comprometiéndose  a  realizar  traba- 
jos a  plazos  determinados,  sin  contar  con  que  las 
circunstancias  pueden  oponerse  a  sus  deseos, 
pudiendo  muy  bien  haber  evitado  esos  extremos . 
Ya  que  ha  querido  hacerme  el  honor  de  otorgar- 
me su  confianza,  le  impongo  el  castigo  de  tomar- 
me por  prestamista. 

Rober.  Gracias,  Renata.  De  ningún  modo  podré  aceptar 
su  ofrecimiento... 

Renata  Una  sola  condición  le  exijo:  que  reintegre  usted 
en  seguida  el  dinero  tomado  a  cuenta  de  trabajos 
literarios. 

Rober.  Repito  que  no  tomaré  un  céntimo  de  süs  bienes. 
Por  otra  parte,  olvida  usted  que  casi  no  tendría  de- 


4 


38 


recho  a  disponer  de  ellos.  Debe  casarse  en  breve. 
Renata  ¡Ahí  Si  sus  escrúpulos  son  esos,  poco  me  costará 

vencerlos.  Ya  no  me  caso. 
Rober.   ¿Cómo?  ¿Que  está  usted  diciendo? 
Renata  Sencillamente  que  he  desistido  de  mi  enlace... 

que  he  roto  las  relaciones  con  JorgB... 
Rober.   No.  Usted  me  engaña. ..  o  se  engaña. 
Renata  Ninguna  de  las  dos  cosas. 
Rober.    ¡Oh!  ¿Por  qué  ha  hecho  eso?  ¿Por  qué  ha  dado 

un  paso  semejante  sin  consultar  con  nadie? 
Renata  Creo  que  los  dos  íbamos  al  matrimonio  llevados 

por  una  simple  complacencia  afectuosa,  nada  más. 

De  modo  que  la  ruptura  se  produjo  sin  violencias, 

sin  desgarramiento  alguno. 
Rober.   Las  causas,  los  motivos,  ¿cuáles  fueron?... 
Renata  Una  trivialidad. 

Rober.  No  lo  creo,  Renata.  Usted  lo  ha  hecho  por  nos- 
otros, para  poder  entregarse  más  libre  y  entera- 
mente a  su  devoción  caritativa  por  Luisa  y  por 
nuestros  pobres  hijitos.  ¡Oh,  gracias!  ¡Es  usted 
una  santa!...  Pero  no  hemos  de  consentirle  tal 
sacrificio.  Se  lo  contaré  todo  a  Luisa... 

Renata  ¡Muy  bien  pensado!...  ¡Alármela  usted  más  de 
lo  que  está!... 

Rober.  ¡Oh,  Renata!  ¡Renata!...  (Muy  conmovido  estrechán- 
dole las  manos.)  ¡Qué  alma  la  suya!... 

ESCENA  X 
Dichos  y  Luisa.  Después  Albertina 

Luisa  (Apareciendo  con  un  diario  en  la  mano,  alborozada.)  ¡DoC- 
tor!...  ¡Doctor  Ramos!  ¡Ah!  (Paralizada  .al  sorpren- 
der la  actitud  de  Roberto  y  Renata.) 

Rober.   ¿Qué  ocurre,  Luisa?... 


39 


Luisa  (Reponiéndose  un  tanto.)  Creí  que  estuviera  el 
doctor... 

ROBER.  (Alarmado.)  Estás  demudada.  ¿Qué  te  pasa?  (Con- 
duciéndola muy  afectuoso.)  Ven,  siéntate...  ¿Fué  un 
acceso  de  tos?...  Algúrí  esfuerzo,  seguramente. 

Luisa    Ya  pasa.  Es  que...  ¡Imagínate  mi  emoción!...  (Como 

ahuyentando  sombras  de  la  mente.)  ¡Oh,  SÍ  no  es  po- 
sible!... 

Eober.   ¿Qué,  hija  mía?... 

Luisa  ¡Oh,  nadal...  Imagínate,  imagínate  mi  alegría  al 
leer  la  noticia...  Corrí  en  seguida  a  consultarle  a 
Ramos...  Creí  que  estuviera  aquí  con  ustedes,  y... 

Eober.   ¿Acabaremos  de  saber  de  qué  se  trata? 

Luisa  ¿Verdad,  Roberto,  qüe  te  alegrarás  conmigo,  hon- 
damente, infinitamente?...  (Del  todo  respuesta  y  con- 
fiada.)  Lee...  lee...   (Mostrándole  el  diari®.)  La  más 

sensacional  de  las  noticias.  Lee  fuerte...  ¡Ahí!... 
¡Esos  títulos  gordos!...  ¡Lee  pronto,  pronto!... 

EOBBR.  (Que  ha  hojeado  el  diario,  tratando  de  disimular  su  emo- 
ción.) Sí;  es  una  importante  noticia. 

Luisa    (impaciente.)  Pero  lee  fuerte,  hombre  de  Dios... 

Eober.  Bien;  te  daré  gusto.  (Leyendo.)  «El  suero  contra 
la  tuberculosis.— Sensacional  descubrimiento  del 
doctor  Behring.— Su  confirmación  plena. —Pa- 
rís, 8.-— Telegrafían  de  Berlín  que  el  profesor 
Behring  ha  terminado  una  Memoria,  que  presen- 
tará a  la  Academia  de  Medicina,  demostrando  ha- 
ber hallado  el  suero  contra  la  tuberculosis.  Refie- 
re casos  en  que  ha  tenido  un  éxito  indiscutible  de 
curación  completa.  La  noticia  ha  causado  honda 
impresión  en  todos  los  círculos  científicos.» 

Luisa  ¿Lo  ves,  lo  ves?...  Continúa;  hay  otro  despacho 
todavía. 

Eober.   (Leyendo  siempre.)  «Berlín,  8. — Se  confirma  la  no- 


40 


ticia  del  descubrimiento  del  doctor  Behring.  El 
ilustre  sabio  se  niega  a  suministrar  informes,  li- 
mitándose a  manifestar  que  someterá  el  fruto  de 
sus  estudios  a  la  opinión  de  sus  colegas.» 

Luisa    ¿Qué  me  dices,  qué  me  dices  ahora? 

Eober.  Es  una  sensacional  y  consoladora  noticia,  pero 
no  veo  qué  importancia  directa  pueda  tener  para 
nosotros. 

Luisa  Te  estás  traicionando.  Tonto;  ¡si  te  vende  la  emo- 
ción! iAh,  estalla  de  una  vez  conmigo!  ¡Alegrémo- 
nos todos!...  ¡Para  qué  seguir  mintiendo  si  el 
remedio  que  me  ha  de  sanar  está  ahí,  y  lo  tendre- 
mos antes  de  un  mes  a  nuestro  alcance!...  Oye- 
me; ya  no  me  importa  saber  que  estoy  tísica, 
como  antes  no  me  preocupaba  saber  que  tenía 
influenza,  reuma  o  jaqueca,  o  cualquier  otro  mal 
pasajero  y  curable...  ¡Ahora  comprendo  que  te- 
nían razón  ustedes  al  ocultarme  mi  estado!  ¿Para 
qué  hacernos  desesperar  de  la  vida,  cuando  exis- 
ten los  Behring,  los  Roux  y  tantos  otros  sabios, 
creando  salud  para  sus  semejantes  en  el  misterio 
desús  laboratorios?...  Y  pensar  que  yo  he  sido 
cruel,  tan  torpe,  tan...  qué  sé  yo,  con  mis  bien- 
hechores. ¡Oh,  Roberto,  Roberto!  ¡Perdóname! 
¡Perdóname  tú  también,  Renata!. . .  ¡Y  tú,  Alber- 
tina!... ¿Dónde  está?...  ¡Con  mi  aturdimiento  la 
he  dejado  sola!  (a  voces.)  ¡Ven,  Albertina,  ven!. . . 
¡Oh!  (Respira  hondamente.)  ¡Qué  bien  respiro  atie- 
ra!... ¡Me  parece  estar  sana!...  (Muy extremosa, 
acariciando  a  Roberto.)  ¡Roberto  mío!...  Roberto 
mío!  ¡Cuánto  habrás  padecido!...  ¡Cuánto  te  ha- 
bré hecho  sufrir!  (Aparecen  Albertina  y  Mijita.)  ¡Ven, 
Albertina;  tú  también,  pobre  Mijita!...  ¡Vengan! 
¡Todos  tienen  que  participar  de  esta  alegría  del 


41 

revivir!...  Roberto,  ¡qué  dicha!...  iQué  dicha! 

(Estrechándolo  con  transporte.)  iQuiéíl  pudo  pensar 

hace  un  rato,  Albertina,  en  un  cambio  semejan- 
te!... 

Alber.   ¡Oh,  Luisa!...  ¡Son  las  golondrinas  que  vuelven!... 


TELÓN 


ACTO  SEGUNDO 


£1  despacho  de  Roberto.  Amplia  mesa  de  trabajo,  atestada  de  libros 
y  papeles,  en  artístico  desorden 

ESCENA  PRIMERA 
Roberto  y  Renata 

(Trabajan  juntos,  terminando  de  ordenar  los  originales  de  un  libro.) 

Kenata  ¿Quiere  leer,  Roberto?  Creo  que  no  falta  ningu- 
no, pero  tengo  poca  confianza  en  mi  memoria. 

Kober.   Los  herejes.  Me  gusta  poco  ese  título. 

Kenata  Tiene  tiempo  de  cambiarlo  al  corregir  las  prue- 
bas. 

Kober.   La  9.a  sinfonía.  El  imán. 

KENATA  (Verificando  los  manuscritos.)  El  imán... 

Kober.    El  señor  Pérez.  El  derecho  de  la  tristeza. 

Kenata  ...  a  la  tristeza..,  El  cuento  que  menos  me  gusta. 
Yo,  en  su  lugar... 

Kober.  Necesito  completar  el  volumen  y  no  tengo  tiem- 
po ni  humor  para  escribir  uno  nuevo.  Por  lo  de- 
más, todos  son  igualmente  mediocres... 

Kenata  No  soy  de  esa  opinión.  Por  qué  no  termina  éste?... 
Con  un  par  de  plumadas  tendría  un  espléndido 
broche  para  cerrar  el  libro  Los  derechos  de  la 
salud. 

Kober.  No  me  tiente,  Renata,  no  me  tiente.  Déme  usted 
esos  originales. . . 


44 


Ebnata  ¿Qué  va  a  hacer? 

Eober.  Démelos  usted...  Sería  un  crimen  publicar  seme- 
jante artículo  en  estos  momentos.  Por  la  pobre 
Luisa,  en  primer  término,  y  por  el  público,  cuya 
malignidad  encontraría  en  él  abundante  asunto  de 
fantasías  y  comentarios.  ¡Déme  usted  eso!... 

EENATA   ¿Para  guardarlo?  (Le  entrega  el  manuscrito.) 

Kober.   No.  Para  romperlo.  Así...  Así...  Así...  (Despeda- 

zando  el  articulo.) 

Kenata  (Fríamente.)  Ha  hecho  üsted  mal. 
Eober.   En  todo  caso,  siempre  hay  tiempo  de  recons- 
truirlo... 

Renata  Por  eso  mismo  ha  hecho  mal,  porque  acaricia  la 

idea  de  poder  publicarlo  algún  día. 
Eober.   No  comprendo. 

Renata  Más  criminal  que  darlo  a  luz  hoy,  sería  acechar 

la  oportunidad  de  poder  hacerlo.  * 
Eober.   Le  advierto,  Renata,  que  está  cometiendo  una 

injusticia. 

Eenata  Más  injusto  es  usted  consigo  mismo.  Volvamos 
la  hoja,  ¿quiere?...  Los  originales  están  en  regla. 
¿Piensa  usted  corregir  las  pruebas  del  folletín?... 
Las  han  traído  hace  un  rato  de  la  imprenta. 

Eober.  Sí. 

Eenata  Yo  podría  hacerlo.. . 

Eober.  Gracias,  Renata;  demasiado  trabajo  le  doy.  Yo, 
en  su  lugar,  ya  me  habría  declarado  en  huelga... 

(Voces  en  el  vestíbulo.)  ¿Qué  pasa? 


45 


ESCENA  II 
Dichos,  Mijita  y  Pololo.  Después  Luisa 

Mijita  (Regañando  a  Pololo.)  ¿Crees  que  esto  tiene  discul- 
pa?... ¡Oh,  las  pagarás  todas  juntas,  bandido!... 
¡Revoltoso!...  ¡Miren  los  juguetes  del  niño!... 
¡Capaz  de  matarse,  Virgen  Santa!...  Renata,  te 
traigo  a  este  picaro  para  que  lo  castigues. 

Rober.   ¿Qué  has  hecho,  Pololo?... 

Pololo  Mentira.  ¡No  hacía  nada!... 

Mijita   (Mostrando  un  revólver )  ¡Y  estaba  cargado! 

Renata  ¿Y  de  dónde  sacó  esa  arma? 

Mijita  La  habían  olvidado  seguramente  en  la  cochera  el 
día  que  estuvieron  tirando  al  blanco  con  el  doc- 
tor Ramos.  Yo  oí  un  alboroto  terrible  en  el 
corral,  y  no  hacía  caso,  porque  estoy  acostum- 
brada a  los  estropicios  de  este  bandido,  cuando 
de  repente  lo  veo  corriendo  a  una  pobre  gallina 
clueca  con  el  revólver  en  la  mano...  ¡Virgen 
Santa!... 

Luisa    (Entrando.)  ¿Qué  ocurre?... 

Renata  El  señorito  que  jugaba  con  un  revólver. . . 

Luisa  Claro  está.  ¡Si  dejan  las  armas  en  cualquier  par- 
te!... ¡Qué  sabe  el  inocente!...  ¡Venga  usted  acá, 
Pololo!...  Las  armas  no  se  tocan,  porque  se  pue- 
den disparar  y  lastimar  al  niño. 

Mijita  ¡Oh!  ¡Él  ya  sabe  para  lo  que  sirven  las  armas!... 
Imagínate  en  que  estaba  empeñado  en  matar,  en 
matar,  sí  señor,  una  gallina... 

Luisa    ¿Y  por  qué,  hijito,  pretendías  matarla?. . . 

Pololo  Porque  quiere  quitarle  los  hijos  a  la  patita  blanca. 

Mijita   Es  una  gallina  clueca  que  yo  no  la  he  querido 


46 


echar,  porque  dice  el  quintero  que  es  muy  mala 
sacadora,  y  éste  perjenio,  que  todo  lo  revuelve, 
la  ha  descubierto  echada  en  el  nidal  de  la  patita 
blanca. 

Pololo  Ya  tiene  tres  patitos  chiquitos  y  la  gallina  la  pi- 
cotea y  quiere  quedarse  con  ellos...  Es  una  ladro- 
na, ¿verdad? 

Luisa  Una  ladrona,  sí,  una  picara  ladrona.  ¿Por  eso 
querías  castigarla? 

Pololo  Porque  la  pata  es  muy  zonza  y  no  sabe  defen- 
derse. 

Luisa  Bueno,  hijito.  Por  toda  esa  gracia,  Renata  te  per- 
donará la  travesura.  ¿Verdad,  Renata? 

Renata  Ese  mimoso  siempre  está  perdonado. 

Luisa  Y  vendrás  con  mamá  a  poner  en  salvo  tu  patita 
blanca.  ¿Quieres  que  demos  un  paseo  por  el  jar- 
dín, Roberto? 

Rober.  Con  mucho  gusto.  Aguarda  a  que  ponga  este  ob- 
jeto fuera  del  alcance  de  este  demonio.  (Guarda  el 

revólver  bajo  llave  en  uno  de  los  cajones.) 

Luisa    Llévanos  tú,  Pololo. 

Pololo  Verás.  Yo  sé  muy  bien  dónde  están  todos  los  ni- 
dos. (Yanse  los  tres  hacia  el  jardín.) 


ESCENA  III 
Mijita  y  Renata 

RENATA  (Una  vez  qne  se  han  ido,  recoge  prolijamente  los  pedazo» 

del  articulo  roto  por  Roberto.) 

Mijita   ¿Qué  haces,  muchacha? 

Bknata  Recojo  unos  papeles  que  he  roto  impensadamente. 
Mijita    ¡Ah!  (Pansa  )  ¿Sabes  que  anoche  la  pobre  Luisa 
no  estaba  bien? 


47 


Renata  Lo  sé.  Te  sentí  varias  veces  levantarte. 
Mijita   Pero  no  tosía  ni  tenía  fiebre  o  fatiga,  como  otras 
veces. . . 

RENATA  (Con  indiferencia,  ocupada  en  recomponer  los  papeles.) 

¿Y  qué  tenía? 

Mijita   (impaciente.)  ¡Te  aseguro  que  lo  pasó  muy  mal!... 

Renata  (Con  igual  tono  que  antes.)  ¡Ah,  sí!  No  dijiste  tanto 
al  principio.  «De  la...  sa...  sa...  sa...»  ¿dónde  es- 
tará el  otro  pedazo?  Este  es.  «De  la  salud*.  (Le- 
yendo.) «Nadie  tiene  derecho  a  exigirle  a  la  vida 
más  de  lo...  de  lo  que...  de  lo  que  está  en  aptitud 
de  darle». 

Mijita  (Fastidiada.)  Bueno.  Si  te  interesan  más  esos  pape- 
lotes que  tu  hermana,  no  te  diré  tina  palabra. 

Renata  Habla,  mujer,  habla.  ¿De  qué  se  trata? 

Mijita   Anoche  Luisa . . . 

Renata  La  pasó  mal .  Ya  te  vi.  ¿Qué  más? 

Mijita  ¡Qué  más!  ¡Qué  más!...  Me  entiendes  como  si 
hablara  del  gato.  (Severa.)  ¡Eso  está  muy  mal 
hecho! 

Renata  ¡Ay!  ¡Mijita  malhumorada!  ¡Mijita  rezongando! 
¡Es  extraordinario!  ¿Qué  te  ocurre? 

Mijita  Me  ocurre...  me  ocurre  que  lo  que  está  pasando  en 
esta  casa  me  tiene  muy  afligida.  ¡Ustedes  van  a 
matar  a  la  hijita  Luisa!  ¡Ustedes! 

Renata  ¡Tanto  has  descubierto,  Mijita!... 

Mijita  ¡La  están  matando  ya!...  Luisa  está  más  aniqui- 
lada por  la  indiferencia  de  ustedes  que  por  su 
misma  enfermedad.  Había  regresado  muy  bien 
del  Paraguay,  llena  de  salud  y  alegría,  y  en  un 
mes  que  lleva  de  estadía  acá,  su  buen  humor,  su 
apetito,  sus  colores,  todo  ha  ido  desapareciendo. 
Y  con  mucha  razón.  Ella,  tan  mimada  durante 
toda  su  vida,  verse  ahora  cuando  más  necesita 


48 


de  la  solicitud  y  la  ternura  de  los  suyos,  arrum- 
bada, abandonada  como  un  mueble  viejo  e  in- 
servible... 

Renata  ¿Es  posible  que  tú  también  pienses  en  semejan- 
tes ridiculeces?... 

Mijita  ¡Es  que  observo  las  cosas!  Tengo  aquí  los  ojos. 
Aquí,  ¿me  los  ves?  Bueno. 

Renata  Lo  que  falta  ahora  es  que  tú  des  alas  a  las  cavi- 
laciones absurdas  de  Luisa. 

Mijita  ¡Ah!  No  crean  contar  conmigo  otra  vez  para  en- 
gañarla. Roberto  había  de  resultar  como  todos 
los  hombres:  un  zalamero  farsante... 

Renata  ¡Mijita! 

Mijita  No  me  harás  callar.  Estoy  dispuesta  a  hablar 
fuerte  hoy.  Un  zalamero  mentiroso.  Mientras  la 
mujer  le  servía,  porque  era  sana,  linda  y  fuerte, 
mucha  devoción  y  mucho  mimo.  ¡Ahora  para  qué, 
si  ya  no  la  puede  usar  más!...  ¡Bandido!...  ¡Por- 
tarse así  con  una  mujercita  tan  santa  y  tan  des- 
graciada! 

Renata  ¡Mijita,  has  perdido  el  juicio! 

Mijita  Todo  el  día,  en  tanto  ella  anda  por  ahí,  por  los 
rincones,  consumida  por  la  fiebre  y  la  tristeza, 
el  caballero  o  está  en  la  calle  o  está  entregado  a 
sus  libros  y  a  sus  escrituras,  como  si  no  tuviera 
otra  cosa  más  importante  que  atender.  ¡Y  tú!. . . 
Bueno;  en  verdad,  de  ti  nada  puedo  decir,  porque 
siempre  fuiste  poco  expansiva;  pero  Luisa  no 
está  como  para  acordarse  de  ello,  y  atribuye  tu 
retraimiento  a  temor,  indiferencia  o  qué  sé  yo, 
si  no  es  que  pasan  otras  ideas  más  tristes  por  su 
cabecita. 

Renata 

(Un  poco  alterada.)  ¿Qué  sospechas,  Mijita?  ¿Qué 
ideas  son  esas?...  Dilo  en  seguida. 


49 

Mijita  ¡Hijita!  Yo  no  he  querido  decir  nada.  Es  una  ma- 
nera de  expresarme  nada  más. 

Kenata  No  intentes  disculparte.  ¿Cuáles  son  las  ideas 
tristes  a  que  te  refieres?  Vamos,  dímelas,  Mijita, 
y  muy  pronto,  si  no  quieres  verme  alterada.., 
¡Vamos,  vamos,  vamos!...  ¡Habla!... 

Mijita  Pero  si  es  un  absurdo.  Yo  te  conozco  muy  bien 
y  sé  que  no  serías  capaz... 

Kenata  ¿De  qué?  ¡Explícate  de  una  vez!... 

Mijita  Mira;  te  juro  que  ella  no  ha  dicho  ni  una  sola 
palabra,  pero...  ¡Oh!  ¡Tú  sabes  muy  bien  de  que 
soy  incapaz  de  mentir!  Nada  ha  dicho,  pero  en 
más  de  una  ocasión  se  le  han  escapado  expresio- 
nes que...  bueno;  yo  no  digo  más  porque  es  una 
cosa  muy  fea  y  muy  triste... 

Kenata  ¡Oh,  empiezo  a  comprender!... 

Mijita   Entonces,  se  acabó... 

Kenata  No  se  acabó.  Es  necesario  que  completes  tus 
pensamientos. 

Mijita   Ella  empieza  a  darse  cuenta  de  que  la  estás 

reemplazando  demasiado  en  esta  casa... 
Kenata  ¡Demasiado! 

Mijita  No  se  cree  tan  enferma  para  no  poder  ayudar  a 
Roberto  en  sus  trabajos,  ¿me  entiendes?...  Y 
luego  los  niños.  Teme  que  acaben  por  perderle 
el  cariño.  Y  en  eso  no  le  falta  razón,  porque  las 
criaturas,  a  fuerza  de  estar  a  tus  cuidados,  hoy 
casi  te  prefieren.  ¡Y  luego  la  frialdad  de  Roberto 
y  el  verlos  a  ustedes  siempre  juntos!... 

Kenata  ¡Oh,  basta!...  ¡Basta,  Mijita!...  Una  palabra  más 
sería  una  injuria,  ¿me  oyes?...  ¡Basta!... 

Mijita   Te  juro  Mijita,  que  yo... 

KENATA   Basta...  Vete  de  aquí...  (Se  pasea  nerviosamente.) 

Mijita   (Compungida.)  No  supongas  que  yo  piense  nada 


50 


malo  de  ti,  mi  hija...  Mi  hijita  Luisa,  tampoco. . . 
No  vayas  a  decirle  nada,  ¿quieres?  Atiéndeme:  si 
he  hablado  es  porque  tengo  mucho  miedo,  mucho 
miedo.  La  hijita  Luisa  tiene  pensamientos  extra- 
ños en  su  cabeza,  ¿me  entiendes?  ¡Y  debemos 
quitárselos!  ¡Por  eso,  por  eso  nada  más  he  dicho 
lo  que  he  dicho,  por  la  paz  de  esa  desdichada 
criatura!... 

RENATA  (Como  si  acabara  de  adoptar  una  resolución.)  Está  bien. 

¡Que  Roberto  no  llegue  a  enterarse  de  nada  de 
esto!.,. 

Mijita  Puedes  estar  tranquila.  ¿Qué  piensas  hacer?  Me- 
dita bien  las  cosas,  hijita,  antes  de  tomar  algún 
partido,  no  sea  que  empeores  más  la  situación. 

Renata  No  preciso  consejos.  Déjame  sola. 

Mijita   (Yéndose.)  iLas  pobres  hijitas!... 

ESCENA  IV 
Renata,  después  Luisa  y  Roberto 

Renata  ¡Oh!.. .  Tenía  que  suceder. . .  (se  sienta.  Después  de 

unos  instantes  de  honda  reflexión,  recoge  los  fragmentos 
del  articulo  de  Roberto,  los  contempla  un  momento  como 
indecisa,  y  luego  acaba  de  desmenuzarlos,  arrojando  con 
rabia  los  pedazos  al  cesto.) 
LüISA      (En  acalorada  discusión  con  Roberto.)    ¡No,  HO  y  tío!.. . 

Esta  vez  no  transijo.  ¡Oh!...  ¡Demasiado  han  ju- 
gado ya  ustedes  con  mi  voluntad!...  (imitada  y  ner- 
viosa va  a  sentarse  en  una  silla.)  ¡No,  no  y  no!... 
Rober.  Cálmate,  Luisa.  Yo  no  insisto.  Fué  una  simple 
idea  que  me  pareció  propio  consultarte.  Figúrese 
usted,  Renata,  que  se  me  ocurrió  que  a  los  niños 
les  sentaría  muy  bien  un  mes  o  dos  de  campo;  le 


51 


expongo  la  idea  y  estalla  como  un  cohete,  sin 
atenderá  mis  razones,  ni  siquiera  a  mis  excusas, 
Luisa    Porque  conozco  las  razones  y  las  excusas  de 
ustedes. 

Eober.  ¿Por  qué  pluralizarlas?  Creo  qüe  Renata  nada 
tenga  que  ver. 

Luisa    Sí;  comprendo  que  se  trata  de  un  nuevo  complot 

para  separarme  de  mis  hijos. 
Eober.   No  digas  disparates....  ¡No  te  perturbes  así, 

Luisa!... 
Luisa    Es  que... 

Eober.  (interrumpiéndola.)  Déjame  hablar;  no  es  cosa  de 
que  tú  lo  digas  todo.  Seamos  razonables. 

Luisa     ¡No  insistas  porque  será  inútil!... 

Eober.  Ni  lo  pienso,  Luisa.  Te  quedarás  con  ellos;  no 
irán  al  campo  ni  a  ninguna  parte;  ¡no  saldrán  de 
tu  lado!...  ¿Estás  conforme? 

Luisa    Lo  estaré  cuando  me  den  la  razón  los  hechos. 

Eober.  ¡Oh,  eso  es  terquedad,  Luisa,  o  más  bien  ganas 
de  mantener  el  entredicho! 

Luisa  Así  han  procedido  siempre.  ¡Así!...  ¡Así!...  ¡Insi- 
diosamente! Guando  me  rebelo  fingen  renunciar 
a  todo  para  aplacarme,  para  recuperar  mi  credu- 
lidad y  mi  confianza.  Pero  luego  empiezan  los 
zapadores  a  socavar  mi  resistencia,  y  una  con- 
cesión arrancada  hoy  a  mi  debilidad  y  a  mi  des- 
cuido, es  el  pretexto  de  otra  mayor  que  me 
arrancarán  mañana,  y  de  otra,  y  de  otra,  y  de 
otra,  hasta  que  les  entregue  todo,  (con  creciente 
exaltación.)  ¡Así!...  ¡Así!...  Paciente  e  insidiosa- 
mente han  ido  relajando  poco  a  poco  mis  ener- 
gías, maleando  mi  voluntad,  limitando  mi  inde- 
pendencia, mi  altivez,  mi  albedrío,  acorralándome, 
estrechándome,  reduciéndome.  ¡Así!  ¡Así!  ¡Así!... 


52 


De  esa  manera,  con  procedimientos  tan  inicuos, 
tan . . . 

Kober.   ¡Oh!  ¡Basta,  Luisa!...  ¡Cálmate!... 

Luisa.  No.  No  me  desdigo.  Con  procedimientos  tan  ini- 
cuos han  ido  consumando  el  crimen,  sí,  sí;  el  cri- 
men de  despojarme  de  mis  atributos  de  esposa  y 
madre,  de  la  facultad  de  gobernar  mi  existencia 
e  intervenir  en  la  existencia  de  los  míos  y  de 
todo,  por  el  delito  de  tener  la  salud  precaria, 
como  si  los  bienes  de  este  mundo  fueran  pa- 
trimonio exclusivo  de  la  carne,  más  que  un  dere- 
cho de  la  salud  moral. 

Kober.  No  te  exasperes  así,  Luisa.  ¡Cálmate!  ¡Cálmate! 
Tranquiliza  esos  nervios,  que  hoy  están  endemo- 
niados. ¿Quieres  un  poco  de  bromuro?  Tranqui- 
lízate y  conversaremos  de  todas  esas  cosas. 
Verás  cómo  pronto  espanto  fantasmas  de  esa 
cabecita.  ¡Oh!  No.  No  intentes  proseguir.  No  te 
permitiremos  continuar  en  ese  tono. 

Luisa  ¿Lo  ves?...  ¡Lo  ven!...  ¡A  esta  lastimosa  incapa- 
cidad de  ente  irresponsable  me  han  reducido!  No 
puedo  ni  pensar,  ni  discernir  con  mi  propia  auto- 
nomía. Son  los  nervios  o  es  la  fiebre  lo  que  pien- 
sa, razona,  se  exalta  y  se  rebela  en  mí.  ¡Oh,  ni  el 
derecho  de  injuriarlos  me  van  a  dejar!... 

EOBER.     (Sonriendo  con  benevolencia.)  ¡Oh,  Criatura!...  ¿AcaSO 

no  lo  estás  ensayando?...  Vamos,  vuelve  en  ti. . . 
Luisa    ¡Basta!...  No  continúes  en  ese  tono,  que  exaspera. 

Estoy  harta  de  tu  lástima.  Estoy  harta  y  empa- 
lagada de  tu  compasión.  Protesta  una  vez,  rebéla- 
te, enfurécete,  castígame,  maltrátame,  arrástrame 
por  el  suelo,  arráncame  la  carne  a  pedazos  y  me 
devolverás  la  conciencia  de  mi  existir...  ¡Morti- 
fícame!... ¡Oh,  no  puedo  vivir  así!...  ¡No  quiero 


55 

vivir  así!...  ¡No  quiero  vivir  así!...  (Su  exaltación  se 

resuelve  en  ana  erigís  de  lágrimas  y  eae  en  brazos  de  Ro- 
berto, que  la  acaricia  intensamenie  conmovido.) 

¡Mi  pobre  Luisa!  ¡Mi  triste  enf ermita!... 
¡Oh,  Roberto!  ¡Roberto!  (Solloza  hondamente,  estre- 
chándolo, palpándolo,  aforrándolo  rabiosamente  en  ciertos 
momentos,  como  para  asegurarse  de  su  presión.  Benata, 
después  de  contemplarlos  un  momento,  entra  en  una  habi- 
tación inmediata  y  regresa  trayendo  un  frasco  y  una  ca- 
chara.) 

(Al  verla.)  ¡Sí,  muy  bien  pensado!...  (Mientras  Renata 

Hendía  cuchara.)  ¡Mi  Luisa!...  ¡Cálmese!...  Tome... 
Esto  la  confortará.  ¡Serénese  un  poco!...  Beba... 
Es  bromuro... 

¡No  quiero!...  ¡No  quiero  nada!. . .  (Vuelca la  medi- 
cina de  una  manotada.)  ¡Quiero  vivir!...  ¡Devuélvan- 
me la  vida!... 

¡Sé  razonable!  Para  vivir  es  necesario  recuperar 
las  fuerzas.. .  (Benata  llena  de  nuevo  la  cuchara.)  ¡Por 
ahora  beba,  beba  esto!  Sea  buena...  Yo  le  prome- 
to hacer  su  voluntad. . . 

(Después  de  una  pausa,  reaccionando  como  en  un  despertar 

lento  y  perezoso.)  Sí...  Dame...  Necesito  reponer- 
me. (Bebe.)  ¡Ah! . . .  Siéntame...  Estoy  cansada... 
Me  duelen  todos  los  músculos. . . 
Los  nervios  te  han  zurrado,  Luisa , . .  (Condución- 
ciéndola  al  diván.)  Reclínate...  A  tu  gusto...  ¡Así!... 
¡Así!...  ¿Te  sientes  bien? 
Sí...  Estoy  aliviada...  Pero  siento  una  sensación 
extraña...  que  no  podría  explicar...  un  doloroso 
bienestar...  Sufro  y  no  sufro... 

(Que  se  ha  sentado  en  el  suelo  junto  a  ella.)  Es  la  savia 

que  recupera  sus  cauces. 

¡Quisiera  estar  siempre  así!...  Siempre...  Siempre... 

5 


54 


ESCENA  V 
Dichos  y  un  Criado 

Criado  Con  permiso.  Buscan  al  señor... 

ROBER.     (Sin  volverse.)  ¿Quién? 

Criado  De  la  imprenta.  Desean  hablar  con  usted. 

Rober.   Dile  que  no  estoy. 

Criado  Yo...  como  no  tenía  orden... 

Rober.   Entonces,  que  aguarde. 

Criado  Está  bien.  (Mutis.) 

Luisa  Ve,  Roberto.  Atiéndelo.  Por  mí  no  descuides  tus 
asuntos.  Estoy  bien  ya....  Ve...  Cuando  vuelvas 
habré  recuperado  el  dominio  de  mis  facultades, 
y  entonces  conversaremos  mucho  tranquilamente. 

Rober.  Si  es  así,  obedeceré  a  mi  buena,  a  mi  santa  mu- 
jercita.  (La  besa  en  la  frente.)  Renata,  la  dejo  a  su 
cargo. 

Renata  Pierda  cuidado,  Roberto.  Se  la  devolveré  a  usted 

curada  por  completo. 
Rober.   Lo  creo.  (Mutis.) 

ESCENA  VI 
Luisa  y  Renata 

RENATA  (Después  de  una  larga  pausa,  a  la  espectativa  de  un  pre- 
texto para  entablar  el  diálogo,  se  aproxima  a  Luisa,  que 
ha  permanecido  absorta  en  sus  meditaciones  con  la  vista 

fija  en  ei  techo.)  Luisa.  Yo  me  voy. 

LUISA      (Incorporándose,  iluminada  por  una  esperanza,  con  la 

vista  fija  en  el  techo.)  ¡Cómo!  ¿Qué  dices?  ¿Tú,  tú 
te  vas? 


55 


Renata  Sí.  Me  voy. 

Luisa  Tú...  ¡No  puede  ser!...  Aguarda  un  instante... 
Estoy  todavía  perturbada. 

Eenata  ¡No,  hermana  mía;  no  intentes  disimular  o  disfra- 
zar tus  impresiones!...  Le  he  prometido  a  tu  es- 
poso que  te  curaría  y  aquí  me  tienes  de  médico 
del  alma,  operando  en  carne  viva...  Me  voy.  He 
comprendido  que  el  más  grave  de  tus  males 
soy  yo. 

Luisa     ¿Por  qué,  por  qué  dices  eso,  Renata?... 
Eenata  Tú  estás  celosa. 
Luisa  ¡Oh! 

Eenata  No  lo  niegues.  Tienes  celos  de  mí.  Escúchame  un 
instante,  porque  además  de  no  ser  sinceras  tus 
protestas,  perjudicarían  la  claridad  de  cuanto 
pienso  decirte,  y  debes  oírme.  No  temas  que  tra- 
te de  ensayar  mi  defensa  o  de  hacerte  la  caridad 
de  un  consuelo.  Eso  sí;  como  punto  de  partida,  te 
diré  que  jamás,  jamás  cruzó  por  mi  imaginación 
el  pensamiento  de  disputarte  nada  de  lo  que  era  y 
es  tuyo.  Te  digo  esto,  porque  en  otro  tiempo  hu- 
bimos de  ser  rivales  en  la  conquista  de  Roberto. 
Fuiste  la  preferida,  te  casaste  con  él  y  yo  tuve  que 
vivir  al  amparo  de  tu  hogar  por  que  me  quedaba 
sola;  pero  vine  a  él  sinceramente,  y  sinceramente 
compartí  siempre  las  alegrías  y  los  dolores  de  tu 
vida. 

Luisa     ¡Oh!  ¡Sí!  Es  verdad,  Renata. 

Eenata  Bien.  Después  sobrevino  tu  enfermedad.  De  ahí 
parten  todas  las  contrariedades.  Yo  cometí  en- 
tonces el  error  de  arrogarme  atribuciones  y  dere- 
chos.,. 

Luisa     No  hables  así,  Renata. 

Eenata  (Convincente.)  Te  juro  que  lo  digo  sin  ironía.  Fué 


56 

un  error.  En  tu  reemplazo  asumí  el  gobierno  de 
esta  casa,  pero  con  excesivas  atribuciones.  Esta- 
bas grave,  te  morías;  Roberto  no  atinaba  más  que 
a  lamentarse,  y  en  esas  horas  de  tribulación  fuf 
el  espíritu  fuerte  que  lo  sostuve  todo.  Los  médi- 
cos aconsejaron  el  aislamiento  de  tus  hijos  y  me 
convertí  en  la  madre  de  tus  hijos,  Otro  error. 

Luisa     (En  tono  de  reproche.)  ¡Renata! 

Kknata  Te  sustituí  demasiado.  Procuré  siempre  que  no 
echaran  de  menos  el  calor  de  tu  afecto,  y  tus 
largas  ausencias  por  un  lado  y  la  prodigalidad 
de  mis  ternuras  por  otro,  han  hecho  que  las 
inocentes  criaturas  se  habitúen  a  mi  trato  y  me 
prefieran.  Luego  tu  interminable  convalecencia, 
la  indecisión,  la  perpetua  inquietud  en  que  hemos 
estado  todos  con  respecto  a  tu  suerte,  es  otra 
causa  de  que  no  se  te  haya  permitido  intervenir 
como  antes  en  el  gobierno  de  tu  hogar.  Tú  eras 
el  amanuense  de  Roberto;  copiabas  sus  escritos; 
le  ayudabas  a  corregir  las  pruebas.  También  te 
reemplacé.  Roberto  no  podía  consentir  que  et 
entregaras  a  una  tarea  fatigosa. 

Luisa     ¡Y  también  Roberto  se  habituó  a  ti! . . . 

Eenata  Precisamente.  Se  ha  habituado.  Y  acabas  de  su- 
gerirme la  síntesis  de  todo  lo  que  nos  pasa.  Se 
trata  de  una  cuestión  de  costumbre.  Nos  íbamos 
acostumbrando  al  estado  de  cosas  que  creara  tu 
enfermedad. 

Luisa  Es  decir,  anticipando  los  hechos,  descontando  mi 
desaparición,  habituándose  preventivamente  a  la 
idea  de  mi  muerte.  ¡Oh!  ¡Pero  está  muy  lejana 
ese  día!...  ¡Me  resta  mucha  vida  aún!...- 

Eenata  Por  eso  es  que  quiero  irme  de  aquí,  para  que  nos 
«desacostumbremos»  todos.  He  debido  hacerlo 


57 


macho  antes  de  que  te  presentaras  a  reclamar 
tus  fueros... 

Luisa     ¡Oh!  Perdóname,  Renata.  Si  me  he  rebelado  es 
porque  estoy  convencida  de  que  voy  a  curarme, 
a  curarme  pronto. 
¿No  lo  crees  así,  Renata? 

Ebnata  Lo  creo,  Luisa. 

LüISA      (Concierto  aturdimiento  nervioso.)  Mira;  anteS,  CUan- 

do  creía  estar  tuberculosa,  antes  del  fracaso  del 
suero  de  Behring  y  del  viaje  al  Paraguay,  que  tan 
bien  había  de  probarme,  me  había  resignado  a 
morir.  ¡Imagínate!  Me  había  resignado  a  mi  suer- 
te y  muchas  veces  a  solas  con  mi  tristeza,  pensa- 
ba en  la  situación  en  que  quedarían  ustedes  des- 
pués que  yo  muriera;  pensaba  en  mis  hijos,  en 
Roberto,  en  ti,  en  el  destino  de  los  seres  más 
queridos,  y  hallaba  muy  lógico  todo  lo  que  hoy, 
sana,  me  resulta  un  despojo.  ¡Ah!  ¡Si  Roberto  y 
Renata  se  casaran!...  Y  acaricié  esa  idea,  cuya 
enunciación  me  hacé  temblar  en  este  momento, 
te  lo  confieso,  como  una  prolongación  de  mi 
reinado  en  el  alma  de  Roberto  y  una  suerte  para 
las  pobres  criaturitas,  que  poco  iban  a  echar  de 
menos  el  cambio  de  madre.  Pero  luego,  cuando 
empecé  a  sentirme  fuerte,  cuando  volvió  a  mi 
ánimo  esta  certidumbre,  esta  seguridad  que  tengo 
de  vivir  y  de  curarme,  la  idea  se  ha  convertido 
en  una  dolorosa  obsesión.  ¡Sí,  Renata;  tienes  ra- 
zón! ¡Estaba  y...  estoy  celosa!. . .  Nunca  sospe- 
ché de  ti,  te  lo  juro,  pero  temía  por  él.  Lo  veía, 
lo  veía  habituarse...  acostumbrarse  demasiado  a 
tu  compañía,  a  tu  contacto,  a  tu  solicitud;  miraba 
enredor  mío  y  me  veía  tan  substituida  por  ti, 
que  no  pude,  no  tuve  fuerzas  para  dominar  mis 


58 


inquietudes,  y  rae  dejé  arrastrar  por  el  temor  y  la 
duda  hasta  el  extremo  doloroso  en  que  me  has 
sorprendido  de  recibir  la  noticia  de  tu  partida  sin 
alientos  para  decirte:  ¡quédate,  hermana  mía!... 
Kenata  Adiós,  Luisa;  Roberto  te  quiere,  te  quiere  coma 
antes. 

Luisa  ¿Tú  lo  crees,  tú  estás  segura,  verdad,  de  que 
me  quiere?... 

Kenata  Sí.  Estoy  segura,  así  como  lo  estoy  de  que  pron- 
to sanarás  de  esa... 
Luisa     De  esa  bronquitis... 
Renata  De  esa  bronquitis. 

Luisa  Yo  lo  siento.  Ya  la  tos  no  me  acosa  como  antes* 
respiro  más  a  gusto  y  estoy  de  mejor  semblante 
y  más  gruesa,  ¿verdad?  ¡Ah,  qué  emoción  poder 
pronto,  muy  pronto,  ocupar  mi  puesto  de  madre 
y  de  esposa,  besar  a  mis  hijos  como  antes! . . . 
Porque  ya  puedo  besarlos  sin  temor,  ¿no  es 
cierto?... 

Renata  ¿A  los  niños?...  No.  Todavía  no  sería  prudente 
que  te  entregaras  demasiado  a  ellos.  Pero  es 
cuestión  de  aguardar  unos  días  más  a  que  estés 
completamente  restablecida. 

Luisa  Tienes  razón.  Es  preferible.  ¿Y  a  dónde  vas, 
Renata?. . . 

Renata  No  lo  he  determinado  aún.  Pero  es  muy  posible 
que  vaya  a  refugiarme  a  casa  de  los  viejos  tíos 

provincianos. 

Luisa  No  les  serás  muy  gravosa,  porque  como  tienes 
tus  rentas... 

Renata  ¿Mis  rentas?. . .  Sí...  Sí... 

Luisa  Supongo  que  te  pondrás  de  acuerdo  con  Ro- 
berto. . . 

Renata  Ahora  no;  Roberto  debe  ignorar,  como  compren- 


59 


derás  muy  bien,  las  causas  de  esta  determinación. 
Yo  me  voy  ahora  mismo.  Tú  te  encargarás  de 
disculparme,  de  justificarme  ante  él.  Adiós,  Luisa. 

(Le  tiende  la  mano.) 

LüISA  No,  Renata.  Así  nO.  (La  estrecha  y  la  besa  contor- 
nara.) ¡Así!...  ¡Así!...  ¡Gracias,  hermana,  gracias!... 
Cuando  esté  curada,  cuando  todo  haya  vuelto  a 
su  quicio,  volverás,  ¿verdad?  Te  iremos  a  buscar 
con  Roberto  y  con  los  nenes...  Adiós,  hermana. 

Eenata  Adiós,  Luisa.  (Mutis.)  * 


ESCENA  VII 
Luisa,  después  Roberto 

LUISA      ¡Ahí...  ¡Era  necesario!...  (Se  deja  caer  en  el  diván  con 

laxitud  extrema.)  Ahora  recomencemos  a  vivir. 

ROBER.  (Entra.  Se  dirige  al  escritorio  y  comienza  a  revolver  los 
papeles,  buscando  algo  que  no  encuentra.) 

Luisa    ¿Qué  buscas,  Roberto? 

Rober.  Unas  pruebas  que  tengo  que  corregir.  Renata  sa- 
brá a  dónde  están.  (Llamando.)  ¡Renata!  (a  Luisa, 
afectuoso.)  Y...  ¿estamos  mejor?  ¿Te  has  tranqui- 
lizado? 

Luisa    Por  completo.  Me  queda  un  poquito  de  laxitud. 

Rober.  Está  claro.  No  se  juega  impunemente  con  el 
temperamento.  Ahora  tienes  que  prometerme  que 
no  volverás  a  dejarte  arrastrar  por  esos  odiosos 
nervios.  ¡No  sabes  cuánto  nos  has  mortificado!... 
(Llamando.)  ¡Renata!...  tHay  que  tener  más  forma- 
lidad, señora  mía!...  (Vuelve  a  ñamaría.)  ¡Renata!... 

Luisa    No  la  llames.  Es  inútil. 

Rober.  ¿Por  qué?  ¿Ha  salido?  Yo  estaba  en  el  vestíbulo 
y  no  la  he  visto  pasar. 


60 


Luisa    Se  ha  ido . 

Rober.  No  puede  ser.  No  acostumbra  salir  a  estas  horas. 

Luisa    Se  ha  marchado  para  no  volver. 

Rober.  ¿Qué  dices,  Luisa?  No.  No.  Es  tina  broma  tuya. 

Eso  no  puede  ser  cierto. 
Luisa    Se  ha  marchado  para  no  volver...  Me  encargó  que 

la  disculpara  contigo, 
Rober.  ¡Ah!  ¡Luisa!  ¡Luisa!... 
Luisa    A  mí  también  me  pareció  extraño. .. 
Rober.  Luisa... .-¡Tú  la  has  echado!...  ¡Tú  la  has  echado!... 
Luisa    Te  aseguro  que  no. 

Rober.  <cada  vez  más  exaltado.)  ¡Tú  la  has  echado!...  ¡Dime 
la  verdad'...  ¡Responde!...  Tú...  tú  has  sido...  Tú, 
Luisa.  ¿Por  qué  has  hecho  semejante  cosa?  ¿Por 
qué? 

Luisa    (Severa,  reprendiéndolo.)  ¡Esos  modales,  Roberto!... 

Rober.  ¡Has  cometido  un  delito,  Luisa!... 

Luisa    ¿Por  qué  supones  que  la  haya  echado?... 

Rober.  (sin  oiría.)  ¡Un  delito!...  ¡Un  delito!...  ¡Un  delito 
de  lesa  gratitud!... 

Luisa  Atiende,  Roberto.  Mira  que  es  muy  extraño  que 
te  exaltes  así. . . 

Rober.  (Como  antes.)  Tamaña  desconsideración  con  la  po- 
bre Renata,  tan  buena,  tan  solícita,  tan  devota, 
tan  fiel...  ¡Oh!...  ¡Era  deliberada  entonces  la  es- 
cena que  hiciste  hace  un  momento!... 

Luisa  (Con  firmeza.)  No.  No,  Roberto.  Renata  se  ha  ido 
por  su  voluntad. 

Rober.  Pero  Luisa,  si  eso  no  puede  ser.  Renata  es  una 
mujer  razonable  y  de  buen  sentido.  Si  hubiera 
tenido  el  propósito  de  abandonarnos,  lo  habría 
anunciado  previamente,  lo  habría  justificado  de 
alguna  manera.  Una  fuga  así,  es  inconcebible  en 
ella.  Vamos,  Luisa.  Si  es  verdad  cuando  me  dices, 


61 


si  es  cierto  que  se  ha  ido  para  siempre,  sü  de- 
terminación tiene  que  obedecer  a  un  grave,  a  un 
gravísimo  motivo,  y  ese  motivo  tú  no  puedes  ig- 
norarlo. Acabo  de  expresarme  con  alguna  intem- 
perancia. No  puedo  disimular  la  impresión  de  tu 
noticia,  tan  desesperada  y  tan  desagradable.  Ha- 
bla, Luisa,  habla.  Dime  con  franqueza  lo  que  ha 
ocurrido.  Comprenderás  que  es  preciso  aclarar 
este  misterio,  para  desagraviar  cuanto  antes  a  la 
buena  hermana.  Yo,  por  mi  parte,  no  creo  haber- 
le dado  un  solo  motivo  de  resentimiento... 

Luisa  Tampoco  yo.  Renata  hace  un  instante,  cuando  tú 
te  alejaste,  me  comunicó  con  su  frialdad  habi- 
tual... 

Rober.  ¿Su  frialdad? 

Luisa  Sí,  con  su  frialdad  habitual,  que  había  determina- 
do irse  a  vivir  con  los  tíos  de  provincias. 

Rober.  Entonces  estará  preparando  su  equipaje.  ¡Oh! 
Felizmente  estamos  a  tiempo  de  contenerla  o  de 
exigirle  una  explicación  de  su  actitud.  ¡Voy  a 
verla!  (Llamando.)  ¡Renata! 

Luisa    No  vayas.  Será  en  vano.  ¡Se  ha  ido  ya! . . . 

Rober.  ¿Así? 

Luisa  Así. 

Rober.  ¿Con  lo  puesto,  sin  llevar  equipaje,  sin  decirme 
adiós,  sin  besar  a  los  niños?... 

Luisa  Así.  Me  dijo  que  quería  evitarse  la  mortificación 
de  una  despedida. 

Rober.  ¿Ella?  No  puedo  creerlo.  ¡No,  no  y  no!...  Tampo- 
co puedo  creer  que  su  hermana,  la  compañera 
afectuosa  de  tantos  años,  la  haya  dejado  marchar 
así,  como  a  una  criada,  sin  exigirle  una  explica- 
ción, sin  que  brotara  de  tu  corazón  una  frase  de 
protesta  o  un  argumento  capaz  de  retenerla  un 


62 


día,  una  hora,  ün  minuto,  el  tiempo  necesario 
para  que  entrara  en  razón  o  para  que  se  fuera,  si 
es  que  había  de  irse,  con  todos  los  honores  de  su 
dignidad.  No.  No  te  creo.  Tú  me  engañas.  Tú  la 
has  ofendido  gravemente.  Tú  la  has  arrojado  de 
esta  casa.  ¡Luisa,  Luisa!  ¡Tú  has  cometido  un 
'  crimen! 

Luisa    ¡Roberto!  ¿Olvidas  que  en  todo  caso  habría  ejer- 
cido un  derecho?... 
Rober.  ¡ Ah!  ¡Lo  confiesas!... 

Luisa  No  confieso  nada.  Te  recuerdo  simplemente  que 
soy  tu  esposa. 

Rober.  ¡Magnífica  ocasión  de  ejercer  tus  derechos  de 
esposa!  ¡Magnífica!  Tienes  que  estar  muy  per- 
turbada y  fuera  de  ti,  Luisa,  para  que  intentes 
justificar  de  esa  manera  tu  conducta.  ¿Ignoras 
lo  que  ha  hecho  Renata  por  ti  y  por  todos  nos- 
otros?... 

Luisa    No  lo  ignoro  ni  pretendo  desconocerlo. 

Rober.  Ignoras  entonces  lo  que  vale  el  sacrificio  de  una 
vida.  Te  quejabas  no  hace  mucho  de  un  despojo. 
Ella  era  el  único  despojado  entre  nosotros.  Ella. 
Le  hemos  arrebatado  la  juventud,  ¿entiendes?,  las 
ilusiones,  las  esperanzas,  la  frescura,  las  alegrías 
de  su  juventud,  lozana  como  una  primavera. 

Luisa    ¡Roberto,  no  hables  así!...  ¡Me  haces  daño! 

Rober.  La  hemos  marchitado,  la  hemos  envejecido  de 
cuerpo  y  de  espíritu;  le  hemos  puesto  una  toca 
de  monja,  avezándola  prematuramente  en  la  con- 
templación del  dolor  y  la  miseria. 

Luisa    ¡Roberto,  tú  ia  amas!... 

Rober.  (Como  antes.)  Renunció  a  su  independencia,  a  su 
esposo,  al  hogar  feliz  que  la  aguardaba  como  una 
dulce  realización  de  sus  más  acariciados  ensue- 


63 

ños,  para  venir  a  compartir  la  miseria  de  nuestra 
vida  sin  sonrisas.  Nada  le  quedaba  por  entregar- 
nos esa  noble  criatura,  ni  los  bienes  materiales. 
Con  su  fortuna  hemos  comprado  un  poco  de  oxí- 
geno para  tus  pulmones. 
Luisa    ¡Roberto,  tú  la  amas! 

Rober.  ¡Oh!  Ese  tenía  que  ser  el  pago  de  tantos  heroís- 
mos. La  injuria  de  una  odiosa,  de  una  abominable 
sospecha.  ¡Oh!  ¡No!...  ¡No!...  ¡No!,..  ¡No  será 
así!...  Tú  has  perdido  el  dominio  de  tus  senti- 
mientos. La  fiebre  te  ha  hecho  cometer  el  crimen. 
Tenemos  que  reparar,  sí,  reparar  la  horrenda  in- 
justicia. ¡Oh!  (Llamándola.)  ¡Renata!...  ¡Tenemos 
que  pedirle  perdón  de  rodillas,  de  rodillas!...  [Re- 
nata! ¡Corro  a  buscarla!...  (Lo  hace.) 

Luisa  ¡No,  no  la  llames!...  ¡No  la  llames,  Roberto!... 
¡Me  condenas,  me  matas!,..  ¡Roberto!... 

Rober.  (Desapareciendo,  alterado  y  descompuesto.)  ¡Renata!. . . 
¡Renata!...  ¡Renata!... 

Luisa  (Al  mismo  tiempo.)  ¡Roberto!...  ¡Roberto!...  ¡Ro- 
berto!... (Cae  de  rodillas  junto  a  la  puerta  sollozando. 
Pausa.  Luego  se  incorpora  y  con  gesto  de  supremo  des- 
consuelo.) ¡Todo,  todo  ha  concluido!.. .  ¡Todo!. . . 

(Se  desploma  en  una  silla  y  se  entrega  a  un  agitado  pro- 
ceso mental.  Se  levanta  después  de  unos  instantes,  con  1% 
seguridad  de  una  resolución  enérgica,  y  corre  hacia  el  es- 
critorio, forcejeando  por  abrir  el  cajón  donde  Roberto  ha 

guardado  el  revólver.)  ¡La  completa  deliberación!.. . 


64 


MlJITA 

Luisa 

Mijita 
Lüisa 


Mijita 
Luisa 


ESCENA  VIII 
Luisa  y  Mijita 

(Que  ha  visto  azorada  los  últimos  movimientos  de  Luisa 
corre  hacia  ella.)  ¡Híjlta  Luisa! 

(Con  un  movimiento  brusco  de  sorpresa.)  ¿Qtié  quieres 

aquí,  Mijita?  Vete. 

Pero  Luisa,  ¿qué  haces?  ¿Qué  buscas? 

(Dominándose  y  mintiendo.)  Yo.  .  .    Nada.  BuSCaba 

unas  carillas  escritas...  de  Roberto.  Está  con 
llave  el  cajón.  ¿Sabes?  ¿Quieres  ir  a  pedírselas  a 
Roberto?...  Tráemelas,  sí.  Corre  a  traérmelas. 

Voy,  Luisa...  (Se  aleja  lentamente,  volviéndola  cabeza 
con  desconfianza.) 

(Así  que  Mijita  le  da  la  espalda,  reanuda  nerviosamente  la 
tarea  de  forzar  la  cerradura.) 


TELÓN 


ACTO  TERCERO 


La  misma  decoración  del  acto  segundo.  Una  lámpara  con  abatjonr 
ilumina  débilmente  la  escena 

ESCENA  PRIMERA 
Renata,  Albertina  y  Mijita 

(Esta  última,  hundida  en  un  canapé,  duerme  profundamente; 

RENATA  Debe  Ser  muy  tarde  ya.  (Va  a  mirar  el  cielo  sin  desco- 
rrer las  cortinas.)   Es  de  tlOChe  aún.  (Volviéndose.) 

Pero  cantan  los  gallos.  ¿Qué  dirán  en  su  casa, 
Albertina? 

Alber.  ¡Oh!  Duermen  todos. 

Renata  Ramos  es  un  trasnochador  impenitente. 

Alber.  El  club,  Renata.  Felizmente  ahora  poco  cuida  de 
su  profesión;  pero  antes,  antes  ese  hábito  era  un 
verdadero  sacrificio.  Acostarse  a  las  cuatro  y  le- 
vantarse a  las  dos  o  tres  horas  después  para 
atender  su  clínica  y  visitar  a  los  enfermos.  ¡Figú- 
rate! ¿Ustedes  estarán  muy  rendidos? 

Renata  Yo  no  siento  la  menor  fatiga,  y  eso  que  en  estos 
dos  días,  tres  casi,  habré  dormido  a  lo  sumo  un 
par  de  horas  de  continuo.  Roberto  ha  descansa- 
do menos,  pero  está  doblemente  sobreexcitado. 
Se  sostiene  a  fuerza  de  café,  que  bebe  en  dosis 
enormes,  y  de  licores... 

Alber.  Deben  procurar  que  descanse. 


66 


Renata  ¡Quién  lo  convence!...  Ahora,  si  las  noticias  que 
nos  da  Ramos  son  favorables,  como  lo  espero, 
trataremos  de  que  tome  un  calmante. 

Alber.  Ramos  le  dejó  ayer  una  fórmula  de  cloral. 

Renata  Tendrá  que  hacérsela  beber  él  mismo.  Si  él  no  lo 

Convence...  (Interrumpiéndose  con  un  estremecimiento.) 

¿Eh?...  ¿Qué  es  eso?... 
Alber.  Nada.  Mijita  que  sueña  fuerte. 
Renata  ¡  Ah!  Yo  también  estoy  con  los  nervios  en  tensión. 

El  menor  ruido  me  produce  un  sobresalto. . . 
Alber.  No  es  para  menos,  hija.  ¿Por  qué  no  mandas  a 

dormir  a  esa  pobre  vieja? 
Renata  Otro  imposible. 

Alber.  Es  que  a  este  paso  van  a  enfermar  todos... 

Renata  Vamos  a  tentarlo,  (se  acerca  a  Mijita.)  ¡Vieja!  ¡Mi- 
jita!... 

Mijita  (irguiéndose  con  tragioo  sobresalto.)  ¡No,  no  le  hagan 
nada!...  ¡Yo  la  defiendo!...  ¡Yo!...  (Despertando.) 
¡Ay,  eres  tú!...  Mira,  casi  me  he  dormido.  Si  no 
me  hablas,  seguramente  me  viene  el  sueño. 

Renata  ¿Por  qué  no  te  acuestas  un  rato,  Mijita? 

Mijita   ¡Para  qué,  si  no  podría  dormir! 

Alber.  Para  que  descanse  el  cuerpo,  Tú  no  estás  en 
edad  de  hacer  esas  pruebas. . . 

Mijita  Soy  más  fuerte  que  todos  ustedes.  Voy  a  ver  si 
es  hora  de  darle  la  medicina  a  mi  hija  Luisa. 

Renata  Aguarda.  Está  el  doctor. 

Mijita  Hacen  muy  mal  en  dejarme  dormir  así  entonces. 
Demasiado  saben  que  yo  soy  quien  la  entiende, 
quien  le  da  los  remedios,  la  única  persona  que 
puede  cuidarla.  La  única  que  tiene  derecho  a 
cuidarla;  la  única,  la  única,  la  única. . ,  (Se  va  re- 

funf  uñando  por  la  derecha.) 

Renata  ¡Ahí  la  tienes! 


67 


Alber.  Un  perro. 

Renata  Un  perro  viejo,  lunático.  Acabas  de  oiría.  Todo  el 
día  está  rezongando  así.  Nadie  ama  aquí  como 
ella  a  la  hijita  Luisa;  nadie  sabe  ni  quiere  cuidarla. 
¡Ni  quiere  cuidarla!  El  temor  de  perderla  le  sugie- 
re las  más  estravagantes  ocurrencias.  Figúrate 
que  en  los  primeros  momentos,  hasta  pretendía 
que  Roberto  no  se  acercara  al  lecho]  de  Luisa . 
«Retírese  de  aquí.  Usted  es  un  miserable.  Usted 
es  el  causante  de  su  muerte» . . . 

Alber.  Chocheces,  manías  de  vieja. 

Renata  ¡Ah!  Pero  ella  no  es  el  marido  ni  la  hermana  de 
la  pobre  Luisa.  La  adora  como  la  más  tierna  y 
cariñosa  de  las  madres  podría  adorar  a  un  hijo. 
Quizá  la  muerte  de  Luisa  la  lleve  a  la  tumba;  pero 
pretende  que  los  vínculos  de  sangre  tienen  que 
determinar  un  afecto  más  hondo,  más  intenso  que 
que  el  suyo,  «el  de  una  pobre  sirvienta»— son  sus 
palabras— y  su  pobreza  de  espíritu  no  concibe  la 
serena  resignación  con  que,  tanto  Roberto  como 
yo,  aguardamos  el  desenlace  previsto  e  inevitable 
de  esa  vida  amada.  A  eso  obedecen  sus  recrimi- 
naciones... 

Alber.  ¡El  desenlace  inevitable!  Ramos,  desde  que  em- 
pezó a  asistirla,  me  dijo  que  sólo  un  milagro  po- 
dría salvarla. 

Renata  ¡Recuerdas  cuando  se  ilusionó  con  la  noticia  del 
descubrimiento  de  Behring!... 

Alber.  ¡Pobre  Luisa!  ¡Pobre  amiga!...  ¡Lo  que  habrá  pa- 
decido al  ver  desvanecidas  sus  últimas  ilusiones!... 

Renata  Se  aferró  en  seguida  a  la  esperanza  de  un  error 
de  diagnóstico. 

Alber.  Pero  ahora  está  convencida  de  su  fin  próximo. 

Renata  Parece  desear  la  muerte  como  una  liberación. 


68 


Alber.  iQué  tristeza!...  ¡Qué  dolor!...  Yo  no  sería  capaz 

de  resignarme  a  morir. 
Renata  Yo  le  preferiría.  Sólo  deben  vivir  los  sanos. 

ESCENA  II 
Dichos,  Roberto  y  Ramos 

Alber.  (a  Ramos.)  Y. . .  ¿cómo  la  hallas? 

Ramos  Mucho  mejor.  Reacciona  enérgicamente. 

Rober.  Vayan  a  su  lado.  Quiere  verlas. 

Alber.  ¿Tú  me  aguardas,  verdad?  Supongo  que  me  lle- 
varás a  casa,  digo,  si  mi  presencia  no  es  necesa- 
ria aquí  más  tiempo. . . 

Rober.  Gracias,  Albertina.  Usted  debe  descansar. 

Alber.  ¿Y  usted  no?  Ramos  tiene  que  imponerle  un  poco 
de  reposo  a  este  otro  enfermo.  (Mutis  con  Benata.) 

ESCENA  III 
Roberto  y  Ramos 

Rober.  Siéntate. 

Ramos  (Encendiendo  un  habano.)  Mi  gorro  de  dormir. 
Rober.  ¿Tienes  otro? 

Ramos  ¡Perdón!  No  te  ofrecí  porque  creo  que  no  te  con- 
vienen más  excitantes.  Es  necesario  que  duermas, 
que  des  un  poco  de  alivio  a  esos  nervios  que  de- 
ben estar  como  cuerdas  de  violín.  (Le  da  un  cigarro.) 
¿Tomaste  el  chocolate? 

Rober.  (Encendiendo.)  ¿Para  qué?...  ¿Quieres  una  copa 
de  cognac? 

Ramos  Paso,  como  dicen  los  jugadores  de  pocker. 


69 

ROBER.    (Se  sirve  de  una  botella,  que  está  sabré  el  escritorio,  y  bebe 

la  copa  de  un  sorbo.)  No  le  he  preguntado  a  Alber- 
tina por  los  niños. 

Ramos  Durmiendo  a  pierna  suelta  deben  estar  con  los 
nuestros. 

Rober.  ¿No  han  extrañado? 

Ramos  Muy  poco.  Les  dura  aún  la  novelería  del  cambio 
de  vida.  Preguntan  por  Renata  con  alguna  fre- 
cuencia. ¿Luisa  no  ha  insistido  en  verlos? 

Rober.  Al  contrario.  Renata  le  ofreció  esta  noche  lle- 
várselos y  se  negó  a  recibir  con  singular  energía. 

Ramos  A  medida  que  la  fiebre  cede,  va  recobrando  el 
dominio  de  las  cosas  con  una  serenidad  extraor- 
dinaria. 

ESCENA  IV 
Dichos  y  Renata 

Renata  (Desde  la  puerta.)  Doctor,  pide  que  la  transporte- 
mos a  un  sillón;  ¿usted  cree  que  sería  conve- 
niente? 

Ramos  Pueden  hacerlo.  Tal  vez  esté  más  cómoda  así. . . 
Rober.   ¿Necesitan  ayuda? 

Renata  Parece  que  no.  Se  ha  incorporado  con  mucha 
energía.  En  todo  caso,  avisaremos.  (Mutis.) 

ESCENA  V 
Roberto  y  Ramos 


ROBER.     (ge  sirve  una  nueva  copa  de  cognac.) 

Ramos  ¿Más  cognac?  ¡No,  hombre,  no!  No  es  razonable. 
Rober.   Quisiera  aturdirme  un  poco. 


70 

Kamos  ¿También  piensas  tú  que  el  alcohol  aturde?  ¡Duer- 
me! Lo  necesitas.  Podría  darte  una  inyección  de 
morfina. 

Rober.  Déjame  así.  Di  me;  ¿cuánto  crees  que  pueda 
durar  aún? 

Ra^gs  ¿Luisa?  Es  imposible  precisar  con  certeza  el  des- 
enlace. Si  esta  reacción  continúa,  podría  tirar 
algunos  meses. 

Rober.   ¿No  temes  alguna  complicación? 

Ramos    Tenemos  que  esperarlo  todo. 

Rober.   ¿Todo,  verdad?  La  muerte  también. 

Ramos  Ya  te  lo  he  dicho.  ¿Es  que  ese  ánimo  empieza  a 
decaer?  ¿Te  espanta  la  inminencia  del  golpe  final? 

Rober.  No  me  espanta.  Lo  deseo,  ¿sabes?  (Acentuando.)  Lo 
deseo. 

Ramos    (Estupefacto.)  ¡Hombre!... 

Rober.  Te  parece  una  atrocidad.  Pues  es  así,  es  así.  Lo 
deseo. 

Ramos  Me  explicaría  ese  sentimiento  ante  la  perspectiva 
de  una  larga  y  dolorosa  agonía.  Pero  en  este  caso 
no  existe  semejante  temor.  Luisa  se  consumirá  en 
una  progresiva  languidez,  apacible  y  esperanzada. 

Rober.   ¿Y  si  así  no  fuera? 

Ramos    Te  aseguro  que  así  será. 

Rober.  ¿Y  si  estuviera  condenada  al  tormento  de  una 
agonía  moral  más  cruel  que  todos  sus  dolores 
físicos? 

R\mos    No  te  entiendo. 

ROBER.     (Después  de  cerciorarse  de  que  nadie  viene.)   Yo  le 

arranqué  el  revólver  de  las  manos.  ¿Comprendes 
ahora? 

Ramos  Entendámonos,  Roberto.  Estás  tan  febriciente 
que  no  sabes  lo  que  dices,  o  me  vienes  con  una 
confidencia  literaria. 


71 


¡ober.  No  hago  literatura.  Luisa  estuvo  a  punto  de  pe- 
garse un  tiro.  La  sorprendí  en  el  momento  en  que 
violentaba  la  cerradura  del  escritorio  y  se  apo- 
deraba de  mi  revólver  para  matarse.  Yo  nada  te 
había  contado  por  falta  de  oportunidad,  o  mejor 
dicho,  porque  creí  poder  mantener  en  secreto 
este  drama  de  mi  hogar  y  de  mi  vida.  Pero  ese 
secreto  se  ha  convertido  en  una  obsesión  espan- 
tosa, inaguantable,  y  antes  que  el  delirio  o  el 
alcohol  me  lo  hagan  decir  a  gritos,  quiero  que  tú 
me  alivies  de  su  peso. 

Umos    Vamos.  Serénate  y  habla. 

bOBER.   Yo  puse  el  arma  en  manos  de  Luisa,  i  Yo!... 

¿amos    ¡Ah!  ¡No!... 

iober.   ¡Yo,  yo,  yo!... 

Umos  No,  no.  En  este  tono  no  andaremos  bien.  Expon 
los  hechos  tranquilamente,  que  ya  llegará  su  turno 
a  la  distribución  de  responsabilidades.  No  te  cas- 
tigues aún. 

líOBER.  (Serenándose.)  Sí,  tienes  razón.  (Pausa.)  Tú  cono- 
ces muy  de  cerca  mi  vida.  Sabes  que  ha  transcu- 
rrido sencillamente,  sin  lucha,  sin  conflictos  ni 
complicaciones  de  ningún  género.  Mi  matrimonio 
no  fué  otra  cosa  que  un  episodio  amable  en  la  se- 
renidad de  mi  existencia.  Encontré  a  Luisa  en  mi 
camino,  fresca,  sana,  hermosa,  sutilmente  espiri- 
tual... La  amé,  me  amó  y  formamos  un  hogar  mo- 
delo de  apacible  convivencia.  Ni  una  nube,  ni  el 
menor  barrunto  de  perturbación.  Sanos  de  cuerpo 
y  espíritu,  ni  ella  ni  yo  podíamos  aspirar  a  más. 
Pero  sobreviene  la  enfermedad  de  esa  criatura. 
]Eh!...Noes  nada.  Un  contratiempo,  un  factor 
negativo  de  antemano  descontado  en  el  fácil  pro- 
blema de  nuestra  dicha.  ¿Que  se  agrava?  Un  poco 


de  inquietud,  un  poco  de  piedad  y  un  crescendo 
de  afecto  y  de  ternura  por  la  amada  sufriente. 
¿Que  se  agrava  más  aún?  ¿Que  se  llega  a  temer 
por  su  existencia?  Ese  temor  no  me  alcanzó;  no 
llegó  a  conmover  mi  seguridad,  mi  optimismo,  mi 
fe;  la  fe  de  mi  salud  en  la  resistencia  de  ese  or- 
ganismo pletórico  de  sanas  energías.  ¿Lo  recuer- 
das? ¡Ah!  Pero  luego  vino  la  condena,  la  espan- 
tosa revelación  de  la  impotencia  humana  contra 
los  elementos  inexorables,  y  ante  ese  fallo  inape- 
lable, todo  cuanto  en  mí  vibraba  se  desmoronó. 
De  esa  fe  mía  que  era  un  roble,  fueron  una  a  una 
cayendo  las  hojas,  los  brotes,  desgajándose  los 
retonos,  y  la  fronda  de  mis  esperanzas  quedó  con- 
vertida en  un  mísero  montón  de  cosas  inertes,  de 
hojas  secas,  de  ramas  sin  savia  enredor  del  viejo 
tronco  inconmovible.  ¡Oh!...  ¡Tú  sabes  cuánto 
he  sufrido!...  ¡Qué  injusticia!...  ¡Qué  injusticia!..^ 
¡Qué  injuria  el  aniquilamiento  de  esa  vida  grávi- 
da de  la  eterna  potencia!...  ¡Qué  dolor!..»  Sin 
embargo,  yo  estaba  sano,  ¿me  entiendes?,  sano, 
incontaminado.  Subsistía  el  viejo  tronco  arraigado 
en  el  mismo  corazón  de  la  tierra  y  en  sus  venas 
comenzaron  a  hincharse,  a  hincharse,  y  la  deso-< 
lación  de  aquella  derrota  a  animarse  con  la  ale- 
gría de  ías  verdes  reventazones.  ¡Oh!  ¡La  salud! 
¡La  salud!  Madre  egoísta  del  instinto  creador,  nos 
traza  la  ruta  luminosa  e  inmutable,  y  por  ella  va 
la  caravana  de  peregrinos  en  lo  eterno  y  va,  y  va, 
y  marcha,  y  marcha,  y  marcha  sin  detenerse  un 
instante,  sin  volver  los  ojos  una  sola  vez,  sordos 
los  oídos  al  clamor  angustioso  de  los  retardados, 
y  los  ojos  exhaustos  que  va  dejando  en  el  camino 
que  nunca  se  vuelve  a  recorrer...  Sí.  Yo  estaba 


75 


sano.  Me  conformé.  ¡Me  resigné!  Los  inconsola- 
bles caen  bajo  el  dominio  de  la  patología.  Luisa, 
incapacitada  para  las  glorias  de  la  maternidad,  se 
convirtió  para  mí  en  un  objeto  de  ternura,  de  in- 
finita ternura.  Era  todo  cuanto  podía  darle.  Ella 
se  conformó.  Advirtió  la  mudanza,  y  reclamó  sus 
derechos  a  la  vida  integral;  sospechó  la  verdad 
de  su  estado,  y  se  la  ocultamos  para  no  atormen- 
tar más  su  larga  agonía.  Cuando  hubimos  de  de- 
círsela, no  quiso  creerla,  y  desde  entonces,  á 
medida  que  aumentaba  su  confianza  en  el  porve- 
nir, sus  protestas  se  acentuaban  por  el  despojo 
que  presintiera  en  los  primeros  momentos  y  que 
no  podía  pasar  inadvertido  a  su  espíritu  de  análi- 
sis sutilizado  y  exacerbado  por  el  mismo  mal  que 
la  consumía.  Un  día  no  pudo  más.  Estalló.  Arrojó 
a  Renata  de  esta  casa,  o  consintió  que  se  alejara 
en  condiciones  que  significaba  lo  mismo.  Yo  no 
tuve  bastante  dominio  sobre  mis  impresiones 
para  disimularlas  o  desnaturalizarlas,  y  explota- 
ron, estallaron  con  una  violencia  insospechada 
por  mí  mismo,  y  corrí  en  basca  de  Renata, 
loco,  ciego,  sin  comprender  qne  dejaba  en  el 
espíritu  de  la  infortunada  compañera  la  desola- 
ción de  una  evidencia  brutal;  sin  comprender  que 
dejaba  en  sus  manos  el  revólver  con  que  había  de 
sorprenderla  un  instante  después,  a  punto  de 
matarse. 
Kamos    ¡Oh!  Luego  tú. . . 

Robsr.  Amo  a  Renata.  Sí;  amo  a  Renata  con  todas  las 
fuerzas  del  alma  y  del  instinto  y  con  todos  los 
derechos  de  mi  salud.  No  puedo  negarlo  y  no  me 
avergüenzo  de  esta  pasión,  que  no  es  una  impru- 
dencia ni  un  crimen. 


74 

Kamos    ¿Y  Renata?. . . 

Rober.  Ella  nada  sabe  de  esta  tragedia.  Volvió  a  esta 
casa  cuando  Lüisa  se  puso  tan  mal  para  resis- 
tirla con  la  devoción  de  siempre. 

R\mos    ¿Ignora  por  completo  tus  sentimientos? 

Rober.  Nada  le  he  dicho.  Nada  le  he  dado  a  comprender, 
pero  tengo  la  certidumbre  de  haberla  atraído  a 
mis  destinos  con  el  imán  de  mis  energías  expan- 
sivas. Nada  me  acusaría  pues;  nada  nos  acusaría. 
Habríamos  aguardado  sin  la  menor  impaciencia, 
te  lo  juro,  aunque  durara  años  la  desaparición  de 
Luisa,  para  emprender  nuestra  marcha.  Luego 
aquí  no-hay  más  que  un  crimen,  el  horrendo  cri- 
men de  haber  amargado,  envenenado  los  últimos 
días  de  la  querida  enferma,  dejándole  comprender 
la  verdad  de  su  despojo.  Yo,  yo,  yo  soy  el  tínico 
criminal.  ¿Cómo  evitar,  cómo  reparar  los  efectos 
del  daño,  cómo  llevar  un  poco  de  paz  a  ese  es- 
píritu torturado  por  la  desesperanza?  Ahí  tienes 
la  explicación  de  mi  problema.  Resuélvelo  si  eres 
capaz. 

Ramos    ¿La  revelación  fué  tan  decisiva? 

Rober.  Tal  vez  no,  pero  su  convencimiento  es  inque- 
brantable. Ya  lo  ves.  Iba  a  matarse. 

Ramos  Es  muy  posible  que  exageres  un  poco,  y  que  eso 
que  crees  un  convencimiento  no  sea  otra  cosa 
que  una  impresión  transitoria.  Por  otra  parte,  no 
hay  nada  más  accesible  al  consuelo  que  un  espí- 
ritu que  empieza  a  sentirse  corroído  por  la  des- 
esperanza. Cálmate,  pues.  Tienes  buen  deseo  y 
tienes  ingenio.  Prodígale  tu  solicitud  y  tu  ternura, 
y  verás  qué  pronto  recobra  su  calma  la  pobre 
Luisa. 

Rober.    ¿Y  si  así  no  fuera? 


I 


75 


Ramos  Será  así.  Lo  que  hemos  conversado  me  permite 
decirte  sin  ambajes  esta  crueldad:  deja  que  obre 
el  mal,  deja  que  obre  el  mal.  El  alma  más  tem- 
plada se  quebranta,  las  energías  morales  se  rela- 
jan al  par  que  las  energías  del  organismo,  y  aca- 
bamos por  llegar  a  un  estado  que  únicamente 
nos  deja  ver  las  cesas  al  través  del  cristal  verde 
de  la  esperanza  o  del  cristal  sonrosado  de  la  ilu- 
lusión.  Si  estás  en  paz  contigo  mismo,  no  te 
atormentes  más. 

ROBEB.     ¿ES  Un  reproche?  (Clarea  im  poco.) 

Ramos  No,  Roberto.  Te  he  comprendido  bien.  Eres  un 
fuerte.  Pero  toma  un  poco  de  cloral .  Lo  tienes 

por  ahí.  (Buscando  sobre  el  escritorio.)  Debe  Ser  é$te. 
Bebe  Un  par  de  tragOS.  (Roberto  bebe  el  cloral.)  Así. 

Rober.  Y  ahora  dime,  dime  con  franqueza;  ¿qué  piensas 
de  mí? 

Ramos   ¡Hombre! . . .  Pienso  que  eres  un  ingenuo. 

ESCENA  VI 
Dichos,  Albertina  y  Renata 

Alber.  Roberto,  le  traigo  las  mejores  impresiones.  No- 
ticias de  último  momento.  Luisa  duerme  como 
una  santa.  Ha  charlado  con  nosotras  como  en  sus 
mejores  días.  Es  un  organismo  prodigioso  el  suyo. 
¿Verdad,  Ramos?  Un  par  de  días  más,  y  la  vere- 
mos por  esos  jardines  vendiendo  salud.  Por  lo 
pronto,  esta  noche,  o  mejor  dicho,  esta  mañana, 
no  necesita  de  sus  cuidados  y  podría  usted  des- 
cansar. Ella  misma  nos  pidió  que  le  obligáramos 
a  acostarse . 

Rober.    ¡Oh!  Muchas  gracias,  Albertina. 


76 


Kamos    Ya  he  conseguido  que  tome  doral, 

Alber.    Y  tú  también,  Renata,  debes  irte  a  descansar. 

¿Quieres  algo  para  tus  nenes? 
Renata  Un  beso.  Luego  iré  a  verlos. 
Alber.    ¿Nos  vamos? 
Ramos    Aguardo  tus  órdenes. 

Alber.  Adiós,  Roberto.  Mucho  ánimo.  Hasta  luego,  Re- 
nata. (Ramos  se  despide  y  ambos  se  van.  De  una  iglesia 
lejana  llaman  a  misa.) 


ESCENA  VII 
Roberto  y  Renata 

ROBER.  (se  echa  perezosamente  sobre  el  diván,  cada  vez  más 
dominado  por  la  fatiga.  El  calmante  va  amodorrándolo 

poco  a  poco.) 

RENATA  (Después  de  acompañar  a  Albertina  y  Ramos  se  vuelve  al 
escritorio,  disponiéndose  a  trabajar.  La  fatiga  la  invade 
también  visiblemente.) 

ROBER.     (Adivinando  la  presencia  de  Renata.)  Renata,  ¿qué  haCe 

usted? 

Renata  Pongo  en  orden  estas  pruebas  para  corregirlas. 

Rober.   ¿De  modo  que  no  quiere  descansar? 

Renata  Estoy  desvelada  y  aprovecho  el  tiempo.  (Pausa 

larga.  Roberto  se  revuelve,  sin  encontrar  una  postura  có- 
moda.) 

Rober.  Renata,  ¿sabe  usted  que  los  niños  la  extrañan 
mucho? 

Renata  No  tanto.  Dice  Albertina  que  revolotean  alegre- 
mente. (Pausa  más  larga.) 

Rober.    Renata,  acérquese  usted;  Venga  un  momento. 
Renata  Con  mucho  placer. 

ROBER.     Siéntate  a  mi  lado.  Así.  (Después  de  un  momento,  con 


77 


voz  y  ademanes  languidecientes.)    El    dOCÍOf  RatTIOS 

acaba  de  llamarme  ingenuo  por  mi  fe  en  las  fuer- 
zas conservadoras  del  instinto. ¿Qué  piensa  usted? 

Renata  Que  tiene  usted  razón. 

Rober.   ¿Y  por  qué  piensa  así? 

Renata  Porque  también  creo. 

Rober.  ¿Usted  no  teme  que  ese  optimismo  pueda  ser  cri- 
minal? 

Renata  No  le  entiendo. 

Rober.  ¿No  ha  llegado  a  pensar  que  pueda  ser  un  pretex- 
to para  disculpar  bajos, sucios,  innobles  apetitos?... 

Renata  Cabe  en  lo  posible  tanto,  que  es  lo  más  frecuen- 
te ver  desnaturalizada  la  misión  inequívoca  de 
los  sentidos.  Por  eso,  seguramente,  el  doctor 
Ramos  le  llamaba  a  usted  ingenuo. 

Rober.  ¿Luego  usted  cree  que  nada  tenemos  que  repro- 
charnos? 

Renata  ¿Quiénes? .  • . 

Rober.   Nosotros . . .  usted  y  yo . . . 

Renata  Roberto,  ¿por  qué  habla  así?. . . 

Rober.   ¿Piensa  que  nada  tenemos  que  reprocharnos? 

Renata  No.  No  prosiga  usted.  No  le  entiendo.  No  qui- 
siera entenderlo. 

Rober.  Nuestros  destinos  están  ligados  ya.  Venga,  ven- 
ga. Hablemos  serenamente  del  porvenir. 

Renata  No.  Calle  usted,  calle  usted.  Una  palabra  más  y 
comenzaremos  a  ser  criminales.  ;Oh,  por  qué 
todo  ha  de  ser  así! . . . 

Rober.   Renata,  yo  la  he  amado. . . 

Renata  Basta,  Roberto.  Hemos  concluido.  Acaba  usted 
de  romper  el  encanto. . . 

Rober.   Venga,  Renata,  venga.  ¿Por  qué  mentir?. . . 

Renata  ¿Porqué?...  ¡Oh!  ¡Mire  usted  un  momento  hacia 

allí! .  .  .  (Señalando  la  habitación  de  Luisa.) 


78 


Kobeb.  No  se  mira  hacia  atrás.  El  lamento  de  los  ex- 
haustos no  llega  a  la  caravana  ascendente  de  pe- 
regrinos de  lo  eterno.  No  llega,  no  llega. . . 

Kenata  Se  acabó,  Roberto. 

Rober.   No  llega ...  no  llega ...  no  llega. . .  (Se  duerme.) 

EENATA  (Se  vuelve  y  al  verlo  dormido.)  ¡Oh!  Era  la  fatiga...  El 
delirio  lO  hizo  hablar...    (Lo  contempla  un  momento.) 

¡Oh!  ¡Pobre  compañero!...  Noble  amigo...  (Domi- 
nada y  vencida  por  la  ternura,  languideciendo  con  sensua- 
lismo enfermizo,  se  deja  caer  en  una  silla,  besa  suave- 
mente a  Roberto  en  la  frente,  reclina  la  cabeza  y  queda 
adormecida.) 


ESCENA  VIH 
Dichos  y  Luisa 

(Aparece  la  figura  espectral  de  Luisa.  Avanza  hacia  la  ventana.  Des- 
corre las  cortinas  y  entreabre  los  cristales.  La  luz  de  un  amanecer 
esplendente  de  primavera  inunda  la  escena  y  llegan  ampliamente 
los  rumores  del  despertar  de  la  Naturaleza.  Luisa  contempla  el  es- 
pectáculo, respira  a  bocanadas  y  luego  se  vuelve  hacia  el  sitio  don- 
de Koberto  y  Renata  reposan,  gobernando  sus  pasos  con  visible 
esfuerzo.  Al  llegar  a  ellos,  no  puede  más  y  cae  desvanecida.) 


BENATA   (Se  estremece  por  la  impresión  del  airecillo  matutino,  se 
incorpora  y  ve  a  Luisa.)  ¡LlliSa! .  .  .    ¡LtlíSa! .  .  .  ¡Oh! 

¡Perdón!  ¡Perdón,  hermana  mía!...  ¡Perdón!... 

(La  levanta  y  la  deposita  en  un  sillón,  arrodillándose  a  su 
lade.)  ¡Perdón!...  ¡Perdón!...  (La*  sofocan  los  sollozos.) 
ROBER.     (Despertándose  amodorrado.)  ¡Luisa!...  ¡Renata!  ¡Oh, 

esto  es  un  sueño!  ¡Una  pesadilla  horrible!  (Corre 
hacia  eiias.)  ¿Qué  es  eso,  Luisa,  esposa  mía?... 
Eenata  El  crimen,  Roberto,  el  crimen. 

KOBER.     (Balbucea  algunas  palabras  incomprensibles.) 

LüISA       (Dulcemente.)  ¡HijOS  míos!...  Estoy  Cansada.  (Pausa.) 


79 

¡Qué  hermoso  amanecer!...  (Pausa.)  Renata,  tengo 

SUeñO.  Ponme  Una  almohada.  (Renata  coloca  un  al- 
mohadón a  sus  espaldas.)  ASÍ...  Así...  (Se  adormece. 
Nueva  pausa.  Roberto  se  levanta  con  un  gesto  de  supre- 
ma inquietud,  le  toma  el  pulso  y  palpa  sus  sienes.) 

Bbnata  ¿Muerta? 
Kobbr.   No.  ¡Duerme! 


FIN 


EN  FAMILIA 


PERSONAJES 


DELFINA  =  MERCEDES  =  EMILIA 

LAURA  =  DAMIÁN 
EDUARDO  =  JORGE  =  TOMASITO 


ACTO  PRIMERO 


ESCENA  PRIMERA 
Emilia,  Mercedes,  Laura  y  Eduardo 

Emilia  ¡Oh!  No  ha  de  estar  tan  fundido...,  cuando  se  hos- 
peda en  el  hotel  siempre  cuesta  eso. . . 

Merce.   En  alguna  parte  tenía  que  alojarse  el  pobre  hijo... 

Emilia   Hay  tantas  casas  de  pensión  baratas... 

Merce.  No  querrá  llevar  a  su  mujer  a  sitios  que  puedan 
desagradarle. 

Emilia  ¡Oh!  La  tana  pretenciosa,  cuidado  no  se  fuera  a 
rebajar. 

Merce.  Bueno;  creo  que  no  tenemos  derecho  a  decir 
nada.  En  donde  debió  hospedarse  Damián  es 
aquí,  en  casa  de  sus  padres,  en  su  casa. 

Emilia   Como  para  huéspedes  es  la  casa. 

LAURA  (Interrumpiendo  la  lectura  del  diario.)  Si  hubiese  Ve- 
nido solo,  menos  mal. 

Emilia  Ni  solo;  quien  coma  es  lo  único  que  sobra  en 
esta  casa. 

Merce.   Y  lo  único  que  falta  es  quien  trabaje. 

Eduar.  ¿Empezamos  ya  con  las  indirectas?  ¿Saben  que 

me  tienen  harto  ya? 
Emilia   Pues  te  felicito,  hermano.  De  un  tiempo  a  esta 

parte,  aquí  nadie  se  harta  de  nada... 
Merce.   Por  culpa  mía,  ¿no? 


86 


Emilia  No,  señora,  no.  No.  Por  culpa  nuestra,  ¿verdad, 
Laura? 

Laura  Claro  está.  Todavía  no  hemos  encontrado  un 
novio  capaz  de  casarse  y  mantener  a  toda  la  fa- 
milia. 

Emilia  Sin  embargo,  no  deben  afligirse.  (Con  intención.) 
Hay  muchos  medios  de  buscar  fortuna. 

Merce.    ¡Grosera!  (Mutis.) 

Emilia   ¡Oh!  Para  qué  empieza...  bien  sabe  que  no  nos 

mordemos  la  lengua... 
Eduar.  Lo  que  digo  es  que  tiene  razón  mamá.  Damián  ha 

debido  venir  a  casa.  Lo  que  habría  de  gastar  en 

otra  parte  lo  gasta  con  nosotros,  y  salvamos  la 

petisa. 

Emilia  Muy  bonito  es  vivir  de  limosna.  <a  Eduardo.)  Tú 
para  los  negocios  tenés  un  sentido  práctico,  ad- 
mirable. 

Laura  Limosna,  no.  Retribución  de  servicios,  en  todo 
caso. 

Eduar.  Peor  es  vivir  del  cuento. 

Emilia   Cuando  no,  habías  de  salir  con  alguna  patochada. 

¡Guarango! 
Eduar.  ¿Para  qué  tanto  orgullo  entonces? 
Emilia   Tengo  en  qué  fundarlo,  ¿sabés? 
Eduar.  ¡Miseria! 

Emilia  Y  vergüenza  y  delicadeza,  todo  lo  que  a  ti  te 
falta. 

Edüar.  Cállate,  idiota. 

Emilia   Andá  a  trabajar.  Sería  mejor. 

Eduar,  Para  mantenerlas  a  ustedes;  para  costearles  los 

lujos,  las  paradas.  ¡Se  acabó  el  tiempo  de  los 

zonzos! 
Emilia  ¡Zángano! 
Eduar.  ¡Laboriosa! 


,87 


Laura  (Vuelve  a  interrumpir  la  lectura.)  Mira,  Emilia,  quién 
se  casa...  Luisa  Fernández  con  el  doctor  Pérez... 
Fíjate... 

Emilia  ¿Qué  me  contás?  Y  ya  sale  en  la  vida  social- 
¡Quién  le  iba  a  decir  a  la  almacenerita  esa!  ¡Lo 
que  es  tener  plata! 

Laura    Ei  mozo  es  muy  bien. 

Emilia  ¡Quién  sabe,  che!  Hay  tantos  doctorcitos  hoy  en 
día,  que  una  no  sabe  de  dónde  han  salido. 

Eduar,  ¡Eso  es!  Despellejen,  corten  no  más.  La  diver- 
sión es  entretenida  y  económica.  ¿Dónde  dejaste 
el  mate? 

Emilia   Búscalo  con  toda  tu  alma. 

ESCENA  II 
Los  mismos  y  Mercedes 

Merce.    Caramba  con  Jorge,  que  no  aparece. 

Eduar.  ¿Aguardás  a  papá?  ¿Hoy  qué  día  es?  ¿Jueves? 
¿Carreras  en  Belgrano?  Espéralo  sentada. 

Merce.  No  puede  haber  olvidado  de  que  Damián  viene 
esta  tarde;  además,  sabe  que  no  tenemos  dinero 
y  hay  que  comprar  todo  para  la  comida. 

Eduar.  ¡Ah!  ¿Comemos  hoy?  ¿Festejando  qué  cosa? 

Merce.  Uf...  Son  muy  graciosos  ustedes  todos;  toda  la 
gente  de  esta  casa.  ¡Qué  importa  que  nos  devore 
la  miseria  ni  vivir  una  vida  de  vergüenza  y  de 
oprobio,  debiendo  a  cada  santo  una  vela,  pechan- 
do y  estafando  a  las  relaciones,  desconceptuados 
y  desgraciados! 

Emilia    ¡Desgraciados,  no! 

Merce.  ¡Desgraciados,  sí,  desgraciados!  Nada  les  preo- 
cupa ni  les  quita  el  buen  humor.  ¡La  verdad  es 
que  no  sé  qué  laya  de  sangre  tienen  ustedes! 


88 

¿Que  no  hay  que  comer?  ¡Nunca  tan  alegres  y 
jaranistas!  ¿Que  nos  embargan  los  muebles? 
¡Pues  viva  la  patria!  ¿Que  el  viejo  hace  una  de 
las  suyas?  ¿Han  visto?  ¡Qué  rico  tipo! 

Emilia    ¡Ay,  señora;  ya  no  se  usa  llorar  por  eso! 

Merce.   No;  no  les  pido  que  lloren,  sino... 

Emilia  ¿Qué? 

Merce.   Nada...  nada...  Damián  no  es  como  ustedes,  no. 

Emilia  ¡Oh!  Es  tina  monada  su  hijito;  si  no  fuera  por  él, 
no  andaríamos  tan  bien  vestidas,  ni  pasearíamos 
tanto,  ni  cumpliríamos  nuestras  relaciones,  ni  si- 
quiera comeríamos  regularmente. 

Laura    Ni  tendríamos  todas  estas  alhajas. 

Merce.   No  tiene  obligación  de  mantenernos. 

Eduar.  Pero  yo  sí,  ¿verdad?  Aquí  te  quería  para  tu  Da- 
miancito,  que  está  en  buena  posición,  sino  rico... 
ni  un  reproche;  todo  me  lo  reservas.  Te  agradez- 
co la  preferencia. 

Merce.  Sabe  ganarse  la  vida.  Se  ha  hecho  ün  hombre,  y 
lejos  de  sernos  gravosas,  bastante  nos  ayudaba. 

Emilia    ¡Ayudaba...  bien  dicho! 

Eduar,  Creo  que  yo  no  les  hago  mucho  peso;  cómo  cuan- 
do hay,  duermo  en  un  rincón,  y  a  veces  hasta  les 
ayudo  en  las  tareas  de  la  casa.  ¿Qué  más  quie- 
ren? Además,  lo  he  repetido  hasta  el  cansancios 
no  quiero  trabajar. . .  ¡No  quiero  trabajar!  Y 
cuando  se  aburran  de  tenerme  en  casa,  me  lo 
dicen.  Me  pego  un  tiro  y  se  acabó. 

Merce.  ¡Ave  María,  muchacho!  ¡No  digas  locuras,  por 
Dios! 

Eduar.  Y  lo  hago,  ¿eh?  No  crean  que  es  parada.  <a  Emiiia.> 

¿Dónde  dejaste  el  mate? 
Emilia   En  el  comedor. 
Eduar.   Gracias.  (Mutis.) 


89 


ESCENA  III 
Dichos,  menos  Eduardo 

Emilia  Ahí  tenés  lo  que  sacás  con  ponerte  a  hablar  zon- 
ceras. Al  otro  le  vuelve  la  manía  y  es  capaz  de 
hacer  una  locura. 

Merce.  ¿Pero  qué  he  dicho  yo?  ¡Señor,  Señor,  por  qué 
somos  así!  En  esta  casa  no  hay  un  momento  de 
paz.  Ni  hablar  se  puede.  Abre  uno  la  boca,  y  es- 
tán todos  con  las  uñas  prontas  para  tirar  el  zar- 
pazo a  la  primera  palabra.  Acabamos  por  odiar- 
nos de  esta  manera. 

Emilia   La  verdad  es  que  cada  vez  nos  queremos  menos. 

Merce.   Quizá  no  te  falta  razón. 

Emilia   La  tengo,  mamá.  Lo  que  es  para  vos  el  único 

hijo  es  Damián  y  de  papá  ni  siquiera  ese... 
Laura    Y  Tomasito. 

Emilia   Es  verdad  que  es  su  discípulo;  lo  hace  estudiar 

para  calavera  y  lo  lleva  a  las  carreras. 
Laura    Y  a  la  ruleta  por  cábala.  Es  mascota  el  chico... 

(Pansa,  señalando  a  Mercedes  que  Hora.)  Fíjate  aquello. 

Emilia   ¡Claro  está!...  Che,  ¿es  lindo  el  folletín  nuevo? 

Laura  Me  parece  una  zoncera. . .  Puede  ser  que  más  ade- 
lante mejore.  ¿Querés  el  diario?  Yo  voy  a  arre- 
glarme un  poco.  Esos  no  han  de  tardar. 

Emilia   Es  cierto.  ¿Cómo  está  mi  pelo? 

Laura  Bien,  pero  no  me  gusta  como  te  queda  ese  peina- 
do; te  hace  más  delgada. 

Emilia   Si  me  ayudas,  lo  cambio. 

Laura  Para  lo  que  te  cuesta...  Tengo  que  arreglarme  yo 
primero... 

Emilia   Así  sos  egoísta...  A  ver,  mamá...  déjate  de  llorar 


90 


y  cámbiate  ese  vestido,  que  estás  impresen- 
table. 

Merce.   Estoy  bien  para  recibir  a  mi  hijo  en  mi  casa. 
Emilia   Hacé  lo  que  quieras.  Vamos,  che.  (Mutis  Emilia 

y  Laura.) 

ESCENA  IV 
Mercedes  y  Jorge 

Merce.  ¡Pobres  hijos! . 
Jorge  ¿No  han  venido? 
Merce.  No. 

Jorge  No  traigo  nada,  ni  un  peso.  Si  Sultana  no  entra 
en  ia  cuarta,  estamos  bien  reventados.  Le  tomé 
dos  y  dos. 

Merce.    ¡Ahí  ¡Está  bueno! 

Jorge  Estoy  de  yeta  hoy.  Le  mandé  un  mensajero  a  Gu- 
tiérrez, que  me  prometió  algo,  y  ni  en  el  escri- 
torio, ni  en  la  casa,  ni  en  ninguna  parte  se  le 
pudo  hallar... 

Merce.   ¿Y  con  qué  cara  vamos  a  recibirlos,  después  de 

tanto  empeño  de  que  vinieran  a  comer? 
Jorge    Qué  hace  falta. 
Merce.  Todo. 

Jorge    Sí  el  almacenero  fuera  capaz,.. 
Mercé.   No  me  hables  de  eso. 

Jorge    Aguarda  un  poco...  algún  recurso  ha  de  haber. 

¡Ah!  Pues  dame  la  cadenita  aquella... 
Merce.   ¿Mi  relicario?  Ya  te  he  dicho  que  me  han  de 

enterrar  con  él. 
Jorge    Te  aseguro  que  mañana  lo  sacamos. 
Merce.    ¡No  y  no!  Con  igual  seguridad  hemos  perdido 

todas  nuestras  alhajitas.  Andá  y  buscá  conforme 


91 


hallás  para  jugar  a  tu  Sultana;  podrás  encontrar 

para  darle  de  comer  a  los  tuyos. . . 
Jorge    Estás  muy  enérgica  hoy.  La  vuelta  del  hijo  mi- 

madote  ha  dado  bríos. 
Merce.   ¿También  vos?  Les  ha  dado  fuerte  con  eso. 
Jorge    No,  mujer;  no  es  reproche.  (Viendo  a  Eduardo.)  Ya 

está  vos  con  tu  mate.  ¿No  te  lo  han  prohibido? 

ESCENA  V 
Dichos  y  Eduardo 

Editar.   ¡Bah!  Es  mi  único  vicio. 
Merce.   Te  hace  mal. 

Eduar.  Y  a  mí  qué  me  importa  ni  a  ustedes. 
Jorge    ¡Bueno!. . .  ¡Basta! . . .  (Pausa.) 
Eduar.    ¡Basta!  (Pausa.) 
Merce.    (a  Jorge.)  ¿Vas  o  no  vas? 

Jorge    Voy  por  darte  gusto,  pero  no  te  aseguro  el 

resultado...  Hasta  luego...  (Mutis.) 
Eduar.  ¡Sablazo!  ¿Quién  es  el  candidato? 
Merce.    ¡Qué  se  yo!...  (Pausa.) 

Eduar.  Querrás  creer...  Hoy  hice  catorce  veces  el  soli- 
tario de  las  cuarenta,  y  no  me  salió...  Tuve  ganas 
de  romper  las  barajas...  Y  tan  fácil  que  es,  ¿no? 
(Pausa.)  ¿Y  las  muchachas?  ¿Se  ha  peleado  mucho 
hoy  la  gente?  ¿Y  vos  has  llorado  también?  Se  te 
conoce  en  los  ojos.  Son  bravos  esos  bichitos. 
¡Tienen  una  boca!  La  pava  sos  vos.  Mirá,  aquí 
sólo  hay  dos  personas  dignas  de  lástima:  nos- 
otros. Vos,  porque  tomás  la  vida  en  serio  y  nadie 
te  lleva  el  apunte...  Yo,  por  esta  vocación  que 
tengo  para  el  atorrantismo.  Porque  a  mí  no  me 


92 


la  cuenta  el  médico;  yo  no  tengo  neurastenia  ni 
un  corno,  sino  pereza  pura...  ¿No  estás  de 
acuerdo,  vos? 


Emilia 


Merce. 

Emilia 
Merce. 


Emilia 


Eduar. 
Merce. 


Emilia 
Meroe. 


Emilia 
Merce. 


ESCENA  VI 
Dichos  y  Emilia 

¿Se  fué  el  viejo?  ¿Trajo  dinero?  ¿Qué  vamos  a 
hacer  entonces?  Bonito  papelorio...  Después  no 
quieren  que  una  proteste  y  se  subleve. 
No  te  aflijas...  Ya  lo  arreglaré  todo...  No  pasa- 
remos vergüenza. 
¿Cómo? 

De  una  manera  muy  natural...  Cuando  venga  Da- 
mián, le  llamo  aparte  y  le  pido  unos  pesos  pres- 
tados. 

¿Qué?...  ¿Qué  dices?  No  faltaría  otra  cosa.  Para 

eso  nos  hubiéramos  hecho  invitar  por  ellos...  No 

harás  eso,  ¿eh?  ¡Cuidadito! 

(Yéndose.)  ¡Cuidadito!  ¡Cuidadito!  Ya  lo  sabes. 

¡Lo  haré!  ¡Lo  haré!  No  pienso  hacer  farsas  con  mi 

hijo...  Le  contaré  todo,  todo  lo  que  pasa  en  esta 

casa. 

¿Te  has  enloquecido? 

Estoy  muy  cuerda.  Todo  pienso  decírselo...  La 
vida  que  llevamos,  lo  que  es  tu  padre,  lo  que  son 
ustedes. 

Lo  que  sos  vos  también. 

Lo  que  soy  yo  también...  el  más  desgraciado  de 
todos  los  seres. 


93 


ESCENA  VII 
Dichos,  Damián  y  Delfina 

Dami.  ¿Se  puede?...  Supongo  que  tenemos  derecho  a 
entrar  sin  anunciarnos. 

Msrce.   ¿Cómo  les  va  a  mis  hijos? 

Delfi.  Hemos  venido  un  poco  tarde...  Damián  se  entre- 
tuvo en  sus  asuntos. 

Dami.  Traía  la  mar  de  encargos  y  comisiones,  que  he 
querido  cumplir  cuanto  antes.  ¿Y  el  viejo? 

Merce.   Salió  hace  un  instante.  Vendrá  pronto. 

Dami.     A  quien  no  he  visto  es  a  Eduardo... 

Merce.   Ahí  anda  el  pobre  con  su  neurastenia. 

Dami.  Si  me  hubiera  ido  bien  me  lo  llevo  a  Santa  Cruz... 
En  un  par  de  meses  se  ponía  como  nuevo... 

ESCENA  VIH 
Dichos  y  Laura 

Dami.     ¿Cómo  te  va,  Laurita?  ¡Cómo  ha  crecido  esta  chi- 
ca! ¿Y  qué  tal  los  novios? 
Laura    ¡Oh!...  Hay  tiempo.., 

Merce.  Tú,  Delfina,  estarás  contenta  con  la  vuelta  a 
Buenos  Aires... 

Delfi.  No  crea.  No  mucho.  Hubiera  preferido  quedarme 
allá.  Trabajaba  también  Damián.  Si  no  se  hubiera 
encaprichado  de  hacer  ese  negocio  de  las  Malve- 
nias,  a  la  fecha  estaríamos  muy  bien  acomodados. 

Dami.  Se  empieza  de  nuevo,  qué  diablos.  Me  han  ofre- 
cido muchas  facilidades  para  trabajar  aquí. 


94 

Merce. 
Dami. 

Merce. 
Dami. 

Emilia 
Dami. 

Emilia 
Merce. 

Delfi, 

Emilia 
Merce. 
Emilia 


Merce. 
Dami. 
Merce. 
Dami. 

Merce. 
Dami. 


Merce. 

Dami. 

Merce. 

Dami. 

Merce. 


Perdiste  mucho,  ¿verdad? 
Todo  lo  que  tenía,  menos  la  vergüenza  y  el  cari- 
ño de  mi  mujercita. 
¿El  nuestro  entró  en  quiebra? 
¡Oh!  ¡Perdón!  No  te  resientas,  vieja;  sé  que  me 
sigues  queriendo  como  antes... 
Otra  vez... 

No  me  dejas  concluir,  muchacha.  ¡Qué  suscepti- 
bilidad! 

¡Jesús!  ¡Hablo  en  broma! 

Delfina,  ¿por  qué  no  te  pones  el  sombrero?  Acom- 
páñenla, muchachas. 

Tiene  razón.  (S©  levanta  y  se  encamina  con  Lausja  y 
Emilia  hacia  la  izquierda.) 

(Volviéndose.)  ;Ah,  mamá,  óyeme! 

(Aproximándose.)  ¿Qué  hay? 

¡Cuidado  con  hacer  una  de  las  tuyas...  te  conoz- 
co: has  querido  quedarte  sola  con  él!  <con  tono  y 

gestos  exagerados.) 

¡Oh! 

¿Qué  hay? 

Nada,  hijito,  cosas  de  ella;  zonceras... 
(Afectuoso.)  Estás  más  desmejorada,  mi-  vieja.  .  6 
¿No  anda  bien  la  salud? 
Así  no  más. 

Hay  que  cuidar  el  número  uno...  Dlme  una  cosa... 
Estoy  echando  de  menos  aquel  bronce  que  gané 
de  premio  en  las  regatas.  ¿Te  acuerdas? 
Es  verdad.  No  está. 
¿Qué  suerte  ha  corrido? 
Este...  ¿El  bronce?  ¡Ah!... 
Un  compromiso;  seguro  que  lo  has  regalado. 
Sí;  decíme,  Damián:  ¿quieres,  si  tienes,  eh,  pres- 
tarme dos  pesos?...  Perdona...  pero... 


95 


Dami.  ¡Oh!  ¡Qué  tontería!  Toma  cien  pesos...  No  tengo 
más. 

Merce.  No,  no.  Es  mucho.  Yo  no  quería  incomodarte. . . 
pero  tan  luego  hoy  que  los  habíamos  invitado,  no 
teníamos  casi  que  poner  al  fuego...  Las  mucha- 
chas, si  lo  saben,  se  van  a  enojar  mucho;  ¿pero 
con  quién  si  no  con  los  hijos  se  ha  de  tener  con- 
fianza? 

Dami.     ¿De  modo  que  están  pasando  estrecheces? 

Merce.  ¡Peor,  hijo,  peor!...  Una  miseria  espantosa...  fal- 
tándonos hasta  muchas  veces  lo  más  indispen- 
sable. 

Dami.     ¡Oh!  Tanto  no  puede  ser... 
Merce.    Eso  y  mucho  más...  Un  día...  dos  días  a  mate  y 
pan... 

Dami.     ¡Pero  qué  horror!  ¿Y  cómo  ha  sido  eso? 

Merce.  ¡Vaya  a  saberse!  Como  todas  las  cosas...  De  la 
mañana  a  la  noche  nos  quedamos  en  la  calle... 
Jorge  dice  que  perdió  en  la  Bolsa...  Pero  lo  que 
creo  es  que  nos  faltó  cabeza  a  todos...  Hace  más 
de  un  año  que  estamos  así...  Mucho  más.  Y  lo 
peor  no  es  eso...  Poco  a  poco  hemos  ido  perdien- 
do la  estimación  de  las  gentes.  Al  principio  no  es 
nada;  se  piden  préstamos  grandes,  concedidos  con 
la  seguridad  del  reembolso...  Nadie  iba  a  pensar 
que  nosotros,  tu  padre,  tan  acreditado,  fuera 
capaz  de... 

Dami.  Comprendo... 

Merce.  Después,  agotado  el  crédito,  es  necesario  comer 
y  viene  el  expediente  vergonzante;  no  hay  recur- 
so que  se  desprecie  por  indigno  para  asegurar  el 
techo  y  el  pan...  ¿Qué  digo?  El  techo,  que  es  lo 
indispensable  para  guardar  las  apariencias,  y  tú 
sabes  bien  que  en  semejante  situación,  los  escrú- 


96 


pulos  y  la  vergüenza  son  e!  primer  lastre  que  se 
arroja.  ¡Un  horror,  hijo!  Todovía  no  me  doy 
cuenta  de  cómo  he  podido  amoldarme  a  seme- 
jante vida.  Con  decirte  que  yo,  tu  madre,  que 
fue  siempre  una  mujer  de  orden  y  delicada,  ha 
llegado  hasta  robarle  a  una  pobre  gallega  sir- 
vienta... 
Dami.     ¡Oh!  ¡Mamá!... 

Merce.   Hasta  robarle,  sí  señor;  hasta  robarle  a  una  pobre 
mujer  los  ahorros  que  me  había  confiado.  (Liora.) 


Dami. 

Delf. 
Dami. 

Merce. 


Dami. 
Merce. 


Dami. 
Merce. 


ESCENA  IX 
Aparecen  Delfina  y  Emilia 

(Viéndolas.)  ¿Quieren  dejarme  un  momento  con 
mamá? 

¿Conferencia  habernos? 

Nada  grave...  Ya  terminamos.  (Mutis Deifina y 
Emilia.)  Vamos,  no  se  aflija,  vieja... 
Hago  mal  en  contarte  cosas  tan  tristes...  Podrías 
pensar  que  trato  de  interesar  tus  buenos  senti- 
mientos con  un  propósito  egoísta... 
¡No,  vieja! 

He  repetido  tantas  veces  la  historia  de  nuestras 
desdichas,  que  necesito  la  soledad  para  conven- 
cerme de  que  esta  vez  no  estoy  mendigando... 
Contigo  no,  hijo...  Todo  lo  contrario...  Yaque 
vienes  a  vivir  aquí,  quiero  prevenirte  contra  nos- 
otros mismos...  Por  otra  parte,  necesitaba  este 
desahogo... 

¡Pobre  viejita!  Pero  y  papá  y  Eduardo,  ¿qué  han 
hecho? 

Nada,  hijito.  Tu  padre,  como  si  con  su  dinero  hu- 


97 


biera  perdido  las  energías,  echarse  a  muerto,  de- 
jarse llevar  por  la  correntada,  y  en  cuanto  a 
Eduardo,  enfermo  o  maniático;  así  se  lo  pasa  sin 
salir  a  la  calle,  levantándose  de  una  cama  para 
tirarse  en  otra. 

Dami.  ¡Qué  barbaridad!...  ¿Por  qué  no  me  has  escrito 
diciéndome  la  verdad? 

Merce.  He  mentido  en  perjuicio  de  tus  buenos  senti- 
mientos, diciéndoles  a  éstos  que  tú  no  ignorabas 
nuestra  miseria. 

Dami.     ¡Oh!...  ¿Por  qué  hiciste  semejante  cosa? 

Merce.  No  me  lo  preguntes...  Te  he  dicho  todo  loque 
podía  decirte... 

Dami.    ¿Luego  reservas  algo? 

Merce.    ¡No!  Nada  más,  hijo,  nada  más... 

Dami.  Bueno,  esto  no  puede  quedar  así.  Estamos  feliz- 
mente a  tiempo  de  reaccionar.  Tranquilízate;  tú 
me  ayudas  y  desde  hoy  nos  ponemos  a  enderezar 
este  hogar. 

Merce.   No,  no  hijo...  ¡No  te  metas!...  ¡No  puede  ser! 
Dami.     ¡Ahí  está  el  viejo!...  ¡Verás  cómo  se  empieza!... 

ESCENA  X 

Dichos  y  Jorge 

Jorge    Hola,  buen  mozo.  ¿Qué  tal?... 

Dami.  Bastante  disgustado  contigo,  en  primer  término. . . 
Mamá  me  acaba  de  contar  todo  lo  que  les  pasa, 
y  no  me  explico  francamente  cómo  un  hombre  de 
tus  condiciones  no  ha  tenido  el  valor  de  sobrepo- 
nerse a  la  situación. 

Jorge  ¿Con  que  esas  teníamos?  Hombre,  la  verdad  es 
que  me  agarra  sin  perros  tu  interpelación. 


98 


Dami. 

Jorge 
Dami. 
Jorge 
Dami. 

Jorge 
Dami. 
Jorge 
Dami. 

Jorge 


Dami. 

Jorge 
Dami. 


Jorge 
Dami. 


Jorge 


No,  la  cosa  no  va  en  broma...  Me  vas  a  permitir 
mis  primeras  observaciones... 
¿Cómo  no,  hijo?...  ¿Son  muy  largas? 
Si  te  ofendes,  me  callo. 

Preguntaba  para  tomar  asiento,  si  valía  la  pena. 
Si  mal  no  recuerdo,  antes  no  usabas  tan  buen  hu- 
mor. . . 

¡Qué  querés!  Las  desgracias  me  han  puesto  así. 
¿Cínico? 

(Alterado.)  ¿Efl? 

Perdón,  viejo...  Me  molestastes  y  la  palabra  salió 
sola...  ¿Me  disculpas? 

(Bondadoso,  dejándose  caer  en  una  silla.)    Sí,  Damián; 

yo  tuve  la  culpa.  Vamos  a  ver.  ¿Qué  te  ha  con- 
tado  Mercedes?  ¿Que  estamos  arruinados?  ¿Que 
pasamos  privaciones  de  todo  género?  Es  la  pura 
verdad.  Me  metí  en  especulaciones  arriesgadas  y 
me  sucedió  lo  que  a  tantos...  Quise  levantar  ca- 
beza, y  no  pude.  Y  de  ahí  barranca  abajo... 
Pero  te  has  dejado  derrotar  de  una  manera  bo- 
chornosa . 
¿Qué  podía  hacer? 

Pelear,  luchar.  Para  un  hombre,  perder  la  fortu- 
na no  debe  ser  un  contratiempo  irreparable, 
amigo...  Además,  hay  mil  recursos  en  la  vida...  Si 
no  son  los  negocios,  es  un  empleo. 
¿Y  cuándo  ni  eso  se  consigue? 
Se  agarra  un  pico  y  a  cavar  la  tierra...  Qué  dia- 
blos. No  estamos  tari  viejos  ni  tan  débiles  para  no 
podernos  ganar  el  pan  decorosamente.  Además,  tú 
tenías  la  responsabilidad  de  toda  esta  familia  y  no 
has  debido  permitir  que  descendiera  a  una  mise- 
ria tan  vergonzosa. 

¡Oh!  Todo  eso  es  may  bonito,  muy  noble,  muy 


99 


honrado.  Tu  madre  me  lo  ha  dicho  también,  pero 
no  se  puede  realizar.  ¡Cavar  la  tierra!  Anda  vos, 
que  no  has  tenido  la  pala  en  la  mano  para  ganarte 
la  vida  de  ese  modo.  A  los  tres  días  te  han  despe- 
dido por  inútil.  Elige  el  trabajo  más  fácil.  ¿Cuál  te 
diré?  El  de  changador.  El  señor  don  Jorge  Acu- 
ña, resuelto  a  vivir  decorosamente  de  ese  traba- 
jo, tiene  que  empezar  a  llevar  a  su  familia  a  la 
pieza  más  barata  de  un  conventillo.  Preguntále  a 
la  señora  Acuña  y  a  las  distinguidas  señoritas  de 
Acuña  si  están  dispuestas  a  cambiar  la  miseria 
vergonzosa  de  esta  casa  por  la  pobreza  honrada 
de  la  habitación  de  un  conventillo,  o  con  quién 
se  quedarían,  con  el  heroico  padre  changador  o 
el  padre  degradado  y  sinvergüenza  que  les  sos- 
tiene el  decoro  y  las  apariencias.  Preguntálas, 
preguntálas. 

Merce.   Lo  que  es  yo  de  buena  gana  iría  al  conventillo. 

Jorge    Tal  vez  fueras  capaz  de  esa  abnegación,  pero 
ellas  no.  Y  últimamente  ni  yo  mismo...  Sería  una 
heroicidad  superior  a  mis  fuerzas,  a  mis  energías, 
y  no  me  equivocaría  mucho  al  decir  que  nadie 
hay  tan  fuerte  para  realizarla.  Convencéte,  Da- 
mián; son  teorías  bonitas  nada  más  las  tuyas.  Si 
habré  tratado  de  reponerme  inútilmente...  Ahora 
ya  ni  me  preocupa,  porque  sería  perder  el  tiempo; 
mi  desconcepto,  y  digo  mi  desconcepto,  por  no 
mortificarles  a  ustedes  calificándome  peor,  pues 
jamás  podré  alejarme  de  mi  categoría  de  vividor 
profesional...  Quedan  algunos  recursos...  Gente 
que  no  lo  conoce  bien  a  uno,  y  se  deja  sorpren- 
der. Uno  que  otro  viejo  amigo  generoso,  una  tan- 
teadita  al  36  colorado...  En  fin,  lo  bastante  para 
ir  tirando.  ¿Que  falta  ün  día  el  puchero?  Mañana 


100 


quizá  lo  tengamos...  No  hay  criaturas  en  casa. 
Los  grandes  no  lloran  y  campean  el  hambre  con 
chistes.  Y  en  cuanto  a  lo  otro,  en  cuanto  a  la  ver- 
güenza y  dignidad  y  qué  sé  yo,  la  costumbre  es 
una  segunda  naturaleza.  Se  nos  ha  formado  callo; 
ahora,  hijo  mío,  quedas  autorizado  para  aplicar  la 
palabrita  que  se  te  escapó  hace  un  rato.  Cínico 
era,  ¿no? 

Dami.     Muchas  gracias,  papá.  No  me  atrevería  a  insul- 
tarte, pero  te  desconozco. 
Jorge    Lo  creo. 

Dami.     De  modo  que  a  tu  juicio  no  tiene  remedio. 

Jorge.  Absolutamente.  Constituímos  nosotros,  y  es  mu- 
cha la  gente  que  nos  acompaña,  una  clase  social 
perfectamente  definida  que,  entre  sus  muchos  in- 
convenientes, tiene  el  de  que  no  se  sale  más  de 
ella.  Lasciate  ogni  speranza. 

Dami.  Está  bueno.  De  modo...  de  modo  que...  Vamos. 
Dime  una  cosa  en  serio,  ¿eh?,  porque  hasta  ahora, 
si  bien  has  dicho  muchas  verdades,  has  estado 
forjando  la  nota  del  desparpajo;  dime:  ¿quieres 
autorizarme  por  un  tiempo  a  manejar  esta  casa? 

Jorge    ¡Cómo  no! 

Dami.     ¿Con  plenos  poderes? 

Jorge    Con  plenos  poderes. 

Dami.  Entonces,  desde  este  momento  quedas  jubilado. 
Tengo  muy  poco  dinero  para  sostenerme  hasta 
que  pueda  trabajar;  pero  manejado  con  orden, 
alcanzará  para  todos;  desde  mañana,  pues,  nos 
vendremos  a  vivir  acá,  y  ya  veremos  si  se  sale 
o  no  se  sale  de  tu  infierno.  ¿Convenidos? 

Merce.  No,  no  hay  necesidad.  Tú  querrás  conservar  tu 
independencia,  debes  conservarla;  piensa  que  no 
eres  solo,  hijo. 


Dami.     A I 


101 


A  Delfina  le  gustará  la  idea;  estoy  seguro. 
Aunque  le  guste,  yo  no  puedo  permitir...  Sí,  mi 
híjito.  Si  quieres  ayudarnos,  nos  pasas  una  men- 
sualidad y  nos  arreglaremos  bien. 
(Extrañado.)  Déjalo,  mujer. 
No,  no  lo  hagas.  Podría  pesarte;  eres  demasiado 
bueno  tú... 

Sería  curioso  que  no  lo  hiciera.  Te  aseguro,  vieja, 
que  no  me  impongo  la  menor  violencia...  Salvo 
que  te  contraríe  tenerme  a  tu  lado. 
Eso  no,  pero.,. 

Entonces  no  hay  nada  más  que  hablar. 


ESCENA  XI 

Dichos  y  Eduardo 


Eduar.  (Con  ei  mate  en  la  mano.)  ¡Hola  grande  hombre! 
Dami.     Adiós,  personaje.  (Se  abrazan.)  ¿Qué  tal?  Me  han 

dicho  que  andas  enfermo. 
Eduar.  Enfermo  y  aburrido,  che.  ¿Y  vos  te  fundiste  allá? 
Dami.     Casi...  casi... 

Editar.  No  hay  vuelta,  che...  Estamos  Yettados. 

Dami.  Qué  yetta  ni  qué  zonceras.  Lo  que  te  hace  falta 
a  vos  es  dejarte  de  preocupaciones  y  pensar  se- 
riamente en  la  vida.  Verás  cómo  te  hago  pasar 
esa  neurastenia  antes  de  mucho  tiempo. 

Eduar.  ¿Cómo,  che? 

Dami.     No  te  apures,  ya  lo  sabrás. 


8 


102 


ESCENA  XII 
Dichos  y  Delfina 

Delfi.    ¿Terminó  la  conferencia? 

Dami.     Con  ana  importante  resolución.  Mañana  dejamos 

el  hotel  y  nos  venimos  a  vivir  con  los  viejos.  ¿Te 

place? 

Delfi.    ¡Cómo  no!  ¡Con  el  mayor  gasto!... 

Edüar.  ¡Ah!  ¿Te  has  resuelto  a  eso?  Dame  esos  cinco... 
¡Así!...  ¡Te  felicito!  ¡Sos  un  héroe!...  ¡Qué  re- 
busque pal  viejo! 


TELÓN 


ACTO  SEGUNDO 


Decoración.  La  misma  sala,  con  un  escritorio  a  la  derecha. 


ESCENA  PRIMERA 
Damián  y  Delfina 

DAMI.      (Atareado  ordenando  papeles  y  cuentas.)  PreOCÜpaClO- 

nes  tayas,  Delfina.  ¿Cómo  podrán  quererte  mal? 

Delfi.  No  digo  tanto.  Pero  me  doy  cuenta  de  que  inco- 
modo. Tú  las  conoces  bien  a  las  muchachas.  Y  si 
antes  eran  consentidas  y  caprichosas,  la  vida  de 
estos  últimos  tiempos  tiene  que  haberlas  dejado 
descompuestas  del  todo. 

Dami.    No  tan  absoluto.  Podría  haberlas  corregido... 

Delfi.  Siempre  has  sido  un  poquito  ingenuo.  Claro  que 
contigo  van  a  disimular  y  que  tratan  también  de 
hacerlo  conmigo,  pero  se  les  conoce  a  la  legua 
el  fastidio. 

Dami.     ¿Te  han  dicho  algo? 

Delfi.  Se  guardarían  muy  bien.  No  pierden,  sin  embargo, 
oportunidad  de  hacérmelo  conocer  con  los  adema- 
nes y  los  gestos...  Por  otra  parte,  tu  proceder  es 
un  poco  brutalmente  con  ellos  en  tu  empeño  de  re- 


104 

generarlos,  y  como  no  pueden  decirte  nada,  quien 
paga  el  pato  yo  sé  quién  es... 
Dami.  ¿Brutalmente? 

Delfi.  A  juicio  de  ellos,  ya  lo  creo.  Tienen  demasiada 
vanidad  para  aguantar  tus  sermones  y  tus  latas 
morales,  mortificantes,  hijito. 

Dami.     Ya  verás,  ya  verás  cómo  se  curan... 

Delfi.  Creo  que  acabarán  con  tu  paciencia.  Podrán  per- 
der el  pelo,  pero  las  mafias...  Fíjate  cómo  Eduardo 
te  lleva  el  apunte. 

Dami.     ¡Oh!  Ese  es  un  enfermo,  ün  degenerado... 

Delfi.  Un  atorrante...  ¡Y  con  poca  diferencia  todos 
están  cortados  por  la  misma  tijera,  empezando 
por  tu  padre! 

Dami.     ¡Oh!  Delfina... 

Delfi.  Hay  que  decirte  la  verdad  para  que  no  te  hagas 
ilusiones.  Comprendo  y  justifico  tus  sentimientos; 
pero  convendrás  conmigo  en  que  la  misión  es 
más  dura  de  lo  que  pensábamos,  y  los  resultados 
no  se  ven  muy  claros.  ¡Oh!  Quizá  no  pase  mucha 
tiempo  sin  que  tengamos  que  arrepentimos  de 

esta  quijotada.  (Se  levanta.) 

Dami.  Dime  la  verdad.  ¿Te  han  hecho  algo?  ¿Algún 
desaire?  ¿Alguna  grosería? 

Delfi.    Te  repito  que  no.  Ya  lo  sabrías. 

Dami.     Pero  empiezas  a  sentirte  contrariada,  ¿verdad? 

Delfi.  Un  poco  inquieta,  te  lo  confieso,  por  ti,  previén- 
dote una  desilusión  dolorosa... 

Dami.  Que  venga...  Yo  habré  hecho  lo  posible,  y  nada 
tendré  que  reprocharme.  Ahora  bien;  tú  estás 
primero  por  encima  de  todos.  Si  no  te  hallas 
a  gusto  me  lo  dices,  y  a  volar...  No  quisiera  oca- 
sionar la  menor  contrariedad  a  mi  mujercita. 

Delfi.    Lo  sé,  Damián.  Por  ahora  vamos  bien. 


105 


ESCENA  II 

Dichos  y  Mercedes 

Merce.  ¿Interrumpo? 

Dami.  Todo  lo  contrario.  ¡Adelante! 

Merce.  Creí  que  hablaban  cosas  reservadas. 

Delfi.  No,  señora;  tenemos  pocos  secretos. 

Dami.  ¿Y  el  viejo?  No  lo  he  visto  en  todo  el  día. 

Merce.  Salió  por  la  mañana. 

Dami.  Tengo  que  reprenderlo.  Se  ha  vuelto  muy  cala- 
vera... Poco  se  le  ve  en  casa. 

Merce.  Dice  que  tiene  un  negocio  en  perspectiva. 

Dami.  ¡Macanas!  Ya  le  he  dicho  que  está  jubilado. 

Merce.  ¿Lo  necesitabas? 

Dami.  Tal  vez  más  tarde  me  haga  falta...  ¡Ahí  ¡Laura! 

¡Laurita!  (Llamando.) 

ESCENA  III 
Dichos  y  Laura 

Laura   Voy.  ¿Qué? 

Dami.     ¿Terminaste  las  circulares  a  máquina? 
Laura   No;  recién  empezaba. 

Dami.  ¡Caramba!...  Te  dije  que  las  necesitaba  temprano. 
Laura   No  puedo  hacerlo  todo  a  la  vez.  La  tarea  de  la 

casa  me  roba  medio  día . 
Merce.   No  exageres,  hija .  Loque  te  roba  el  tiempo  a 

vos  son  los  folletines  y  las  novelas. 
Laura  Mejor. 

Dami.     Mejor  no;  peor.  Es  mucha  desconsideración. 
Muy  bien  que  para  pedir  no  se  quedan  cortas. . . 


106 


Laura  Apareció  aquello,  hermanito.  Si  nos  has  de  echar 
en  cara  lo  que  nos  das,  bien  podías  guardártelo. 

Merce.  Desagradecida.  ¡Retírate  de  acá!...  ¡Parece 
mentira! 

Dami.  Déjala,  mamá.  No  te  alteres.  Tú  te  pones  inme- 
diatamente a  hacerme  las  circulares,  ¿me  oyes? 

Laura  Sí,  hombre.  Las  estoy  haciendo.  Digo  que  por 
demorar  un  poco,  no  merezco  tanto  rezongo. 

Dami.     Está  bueno. 

Laura    Claro  que  está  bueno.  (Mutis.) 

Merce.    ¡Desgraciada!  (La  sigue.  Mutis.) 

Dami.     Déjala...  No  le  digas  nada. 

ESCENA  IV 

Damián  y  Delfina 

Delfi.    ¿Has  visto? 
Dami.     ¡Oh!  Los  voy  a  enderezar.  Los  voy  a  enderezar; 

veremos  quién  es  más  fuerte. 
Delfi.  Ingenuo. 

Dami.     ¡Qué  insolentes!...  ¡Pero  qué  insolentes!  ¡Oh! 

Las  verán  mansitas  y  suaves  como  un  terciopelo. 
Delfi.    ¡Pobre  mi  don  Quijote!...  ¡Pobre  cabecita  mía!... 

¡Le  van  a  salir  canas!... 


ESCENA  V 
Dichos  y  Tomasito 

Tomasi.  Aquí  trae  un  mensajero  esta  carta  para  vos. 
Dami.     Gracias.  Firma  tú  el  recibo. 
Delfi.    ¿De  quién  es,  che? 
Dami.     Del  comisario  de  Rio  Gallegos.  Ha  entrado  hoy 
del  Sur...  Me  espera  aquí  cerca,  en  la  agencia. 


107 


Voy  y  vuelvo.  Si  viene  alguien  a  buscarme,  que 

espere.  Hasta  luego. 
Tomasi.  Ya  que  vas  a  salir,  dale  el  recibo  al  mensajero. 
Dami.     ¡Caramba  con  el  mocito  comodón!  Llévelo  usted 

con  toda  su  alma. 


ESCENA  VI 
Delfina  y  Mercedes 

Merce.   ¿Salió  Damián? 
Delfi.    Sí.  Volverá  en  seguida.  (Pausa.) 
Merce.   ¿Encontraste  el  anillo  que  se  te  perdió,  hijita? 
Delfi.    No,  señora;  lo  he  buscado  por  todas  partes. 
Merce.   Es  muy  extraño.  ¿Dónde  lo  habías  dejado? 
Delfi.    No  recuerdo  bien.  Creo  que  sobre  el  lavatorio, 
en  mi  cuarto.  Pero  no  se  preocupe.  Tal  vez 
haya  caído  al  depósito  de  las  aguas. 
Merce.  ¿Cómo  no  me  he  de  preocupar?  El  otro  día  un 
medallón;  ahora  un  anillo.  Es  mucha  coincidencia. 
Delfi.    ¿Quién  podría  robarme?  La  sirvienta  es  de  mi 

absoluta  confianza . 
Merce.   ¿Damián  lo  sabe? 
Delfi.    ¿Por  qué  decírselo? 

Merce.  Bueno,  no  le  cuentes  nada...  Yo  tengo  que  acla- 
rar esto ... 
Delfi.    Si  no  vale  la  pena. 

Merce.  Para  ti  no  tendrá  importancia...  Para  mí  sí,  y 
mucha.  No  puedo  tolerar  que  se  abuse  de  la 
bondad  de  mi  pobre  hijo. 

Delfi.    ¿Qué  cavilaciones  son  esas,  señora? 

Merce.  Nada,  déjame;  nada.  Prométeme  no  decir  una 
palabra  a  Damián,  ¿eh?  Después  lo  sabrás  todo. 

Delfi.    Como  usted  quiera,  mamá. 


108 


ESCENA  VII 
Dichos  y  Eduardo 

Eduar.  Dime,  cañadita;  ¿me  tenes  miedo? 
Delfi.   ¿Yo?  ¿Por  qué? 

Eduar.  Entonces  antipatía...  Siempre  nos  desencontra- 
mos... 

Delfi.   ¡Oh!  ¡Qué  parada!...  Me  voy  porque  tengo  que 
nacer. 

Eduar.  No  pienso  detenerte;  seguí  no  más. 
Delfi.   ¡Qué  rico  tipo!  (Mutis.) 
Eduar.  Esta  ya  empieza  a  escamarse... 
Merce.  ¿Que  querés  decir? 

Eduar.  Que  nos  está  tomando  el  tiempo;  no  es  tan  zonza 
como  Damián. 

Merce.  Bueno  fuera  que  no.  Son  tan  sinvergüenzas 
ustedes... 

Eduar.  A  mí  no  me  metas  en  danza,  que  no  hago  mal  a 
nadie,  ¿sabes?  Apuntad  para  otro  lado...  Si  todos 
hicieran  lo  que  yo...  esta  casa  sería  un  paraíso... 
Pero  no...  son  malos,  peleadores,  orgullosos 
derrochadores,  y  qué  sé  yo...  embromarse,  pues.' 
Y  les  garanto  que  otra  bolada  como  esta  no  se 
les  presentará  jamás.  (Paaaa.)  ¿Qué  tenés  que 
estás  tan  triste? 

Merce.  Nada,  que  hasta  ladrones  aparecen  en  casa. 
Figúrate  que  a  Delfina  se  le  ha  desaparecido  un 
anillo... 

Eduar.  ¿Un  anillo?  Ya  sé  dónde  está. 
Merce.  ¿Dónde? 

Eduar.  En  el  Pío,  pregúntale  a  Tomasito. 
Merce.  Ya  lo  he  pensado;  seguro  que  fué  él. 


109 


Eduar.  Naturalmente.  Está  muy  adelantado  ese  chico. 

Verás  cómo  hace  carrera.  Va  a  ser  divertido. 

Aguardá  un  poco...  voy  a  llamarlo. 
Merce.  No,  Eduardo;  la  cosa  no  es  para  bromas.  Con 

esos  juguetes  han  acabado  de  perder  al  muchacho. 
Eduar.  ¡Tomás!...  ¡Tomás!...  ¡Tomás!...  iuuudo.i 


ESCENA  VIH 
Dichos  y  Tomasito 

Tomasi.  ¡Eh!  ¡No  precisa  gritar  tanto!  ¿Qué  querés? 
Eduar.  Te  llama  tu  madre. 

Tomasi.  ¿Vos?  ¿Qué  hay?  m 

Merce.  Decíme,  hijo;  ¿por  qué  no  me  pediste  plata  si  ne- 
cesitabas? 

Tomasi.  ¿Yo?  ¿Cuándo?  No  entiendo. 

Eduar.  No  pierdan  el  tiempo  en  discusiones.  Las  cosas  se 
hacen  derechas.  Dale  la  papeleta  a  la  vieja  y  se 
acabó  todo. 

Tomasi.  ¿La  papeleta? 

Eduar.  ¡Oh!  Decile  donde  lo  metiste. 

Tomasi.  ¿El  qué?  ... 

Merce.  El  anillo  que  le  robaste  a  Delfina,  sinvergüenza. 

Tomasi.  Yo  no  he  robado  nada,  ¿sabés? 

Eduar.  Bueno;  lo  encontraste  tirado,  ¿no  es  cierto? 

Tomasi.  Díganme;  ¿se  han  creído  que  tratan  con  un  chi- 
co? ¿Quieren  sacar  de  una  mentira  una  verdad? 
No  sean  idiotas;  hagan  el  favor. 

Eduar.  Si  eres  tan  hombre,  debes  tener  el  valor  de  tus 
actos.  Se  dice:  «Sí,  vieja;  yo  le  espianté  el  anillo 
a  la  otra»,  ¿y  qué?  Para  algo  debe  servir  el  no 
tener  vergüenza. 

Tomasi.  ¿Y  por  casa  cómo  andamos? 


110 


Eduar.  Buenos,  gracias;  ¿y  tu  familia? 

Merce.  ¡Por  favor!  ¡Basta!  ¡Basta!  ¡Basta  por  Dios!...  A 

ver  tú...  ¿Dónde  negocias  esas  alhajas?...  ¡Pronto! 
Tomasi.  ¿Te  has  enloquecido?  ¡Avisá! 
Merce.  ¿Dónde  está?  Decímelo,  porque  soy  capaz  de 

contárselo  todo  a  Damián. 
Tomasi.  Cuidado  no  me  asuste  ese  papanatas. 
Eduar.  ¡Así  me  gusta!...  ¡Juan  Sinmiedo!... 
Tomasi.  Cállate,  atorrante. 

Eduar.  Confiesa,  no  seas  pavo.  Ganarás  más;  la  vieja  te 
da  la  plata  para  que  lo  saques  y  te  armaste  otra 
vez...  Tendrías  con  qué  divertirte... 

Merce.  Es  que  soy  capaz  de  denunciarte  a  la  policía. 

Tomasi.  ¿Van  a  denunciar  ustedes?  Tendrían  más  vergüen- 
za. (Pausa.)  Bueno;  si  es  el  que  yo  me  encontré,  uno 
de  viborita,  está  en  las  «Tres  bolas»  vendido.  ¡No 
dieron  casi  nada!...  ¡Tanto  ruido  por  una  zoncera! 

Merce.  Está  bien;  fuera  de  acá. 

Tomasi.  Uno  pide  plata...  Tiene  sus  compromisos...  No  le 
dan  ni  medio,  y  es  claro...  (Mutis.) 

Eduar.  Naturalmente. 

Merce.  Perdularios...  ¡Serví  para  algo  una  vez,  Eduardo! 

¡Vestite  y  anda  a  buscar  esa  alhaja!... 
Eduar.  ¿Yo?  No  te  jorobes. . .  No  tengo  tiempo. ..  Man- 

dálo  al  chiCO.  (Mutis.) 

Merce.  Está  bien;  iré  yo. 

ESCENA  IX 
Mercedes,  Emilia  y  Laura 

Emilia  No,  no  me  olvido. 

Laura    Pasáte  por  la  «Ciudad  de  Londres»  a  preguntar 
por  el  vestido...  Ya  debía  estar  en  casa. 


111 


Emilia  Bueno.  ¿Ajusta  bien  por  detrás? 
Laura   Muy  bien. 
Merce.  ¡Oh!  ¿Dónde  vas  tú? 
Emilia  A  pasear. 
Merce.  ¿Sola? 

Emilia  No,  con  un  vigilante.  ¿Será  la  primera  vez  que 
salgo  sola,  acaso,  o  tenés  miedo  de  que  me 
pierda?... 

Merce.  Tú  sabes  que  a  Damián  no  le  gusta... 

Emilia  ¡Como  el  señor  nos  acompaña  tanto,  puede  pro- 
hibirlo! ...  ¿Qué  tiene  de  particular,  vamos  a  ver, 
qué  tiene  de  particular  que  salga  una  mujer  sola 
en  este  Buenos  Aires?  Se  conoce  que  vienen 
del  campo  él  y  la  gazmoña  de  su  mujer,  una  doña 
Remilgos,  que  todo  lo  encuentra  de  mal  ver  y  que 
es  al  fin  y  al  cabo  la  que  mete  esas  simplezas  en 
la  cabeza  al  otro.  La  figura  para  darnos  consejos 
y  enseñarnos  lo  que  es  bueno  o  malo. .. 

Merce.  Ya  basta,  mujer.  Te  pregunto  simplemente  a 
dónde  vas. 

Emilia  A  las  tiendas.  ¿Estás  conforme? 

Merce.  Medita  un  poco.  No  gastes  mucho.  No  hay  que 

tirar  de  la  cuerda...  Podría  romperse  y  volver 

a  las  andadas. 
Emilia   ¡Oh!  Perdé  cuidado.  (Mutis.) 
Merce.  Y  tú,  hija  mía,  no  te  olvides;  a  ver  si  concluyes 

esas  circulares. 
Laura   Sí,  señora.  (Mutis.) 


112 


ESCENA  X 
Mercedes  y  Jorge,  que  entra 

Merce.  [Ah!  Viniste. . . 
Jorge    Ya  lo  ves.. . 

Merce.  Es  muy  bonito  lo  que  estás  haciendo;  te  duró 
noche?*0  ^  bUena  COndUCta-  ¿Dónde  Pasaste  la 
Jorge    No  sé. 

Merce.  En  el  garito,  ¿verdad?  Damián  ha  preguntado 
vanas  veces  por  ti. 

Jorge    ¿Para  qué? 

Merce.  Te  precisaría.  ,PaaSaiarga.) 

Jorge  ¿Sabes  quién  se  ha  muerto  esta  madrusada?  El 
mayor  García. 

Merce.  ¿Murió?  ¡Qué  suerte  para  la  pobre  familia! 

Jorge  No  era  malo;  otro  desgraciado  como  yo  y  como 
otros  tantos.  [Vieras  qué  cuadro  en  la  casa!  No 
teman  matet ialmente  un  centavo...  Algunos  de 
los  más  amigos  hemos  resuelto  cotizarnos  para 
el  luto  de  la  familia.  (PaU3a.,  ¿Cuánta  plata  tenés 
para  el  gasto? 

Merce.  ¡Pero  Jorge!  ¿Es  posible  que  hasta  la  memoria 
hayas  perdido?  ¿Por  quién  me  tomas?  ¿Olvidas 
que  nos  Conocemos  tanto?. . . 

Jorge    ¿Qué  te  pasa? 

Merce.  ¡Venirme  a  hacer  el  cuento  del  tío!...  ¡A  mí!... 
¿A  mí,  que  aún  no  has  abierto  la  boca  ya  te  adi- 
vino lo  que  vas  a  decir?...  Vamos,  hombre;  con- 
fiesa  que  vienes  de  la  carpeta  donde  pasaste  la 
noche  y  casi  todo  el  día,  que  perdiste,  que  debes  o 
que  querés  desquitarte,  y  no  habiendo  encontrado 


115 


algún  infeliz  a  quien  estafar,  te  vienes  a  casa  a  ver 
si  yo  te  saco  de  apuros... 

Jorge  Pues  te  ha  fallado  la  perspicacia.  No  buscaba 
ningún  pretexto...  Coincidió  el  pedido  con  la  no- 
ticia... Nada  más.. .  Que  he  jugado,  es  cierto,  y 
perdí...  Plata  ajena  de  Damián,  trescientos  pesos 
que  me  entregó  para  hacerle  un  giro. 

Mbrce.  Mientes  otra  vez.  No  te  ha  entregado  nada.  ¿Te 
crees  que  no  te  Vigilo? 

Jorge    Muchas  gracias. 

Merce.  Y  he  de  evitar  por  todos  los  medios  que  te  halles 
en  ese  caso.  Si  tú  no  tienes  miramientos  para  tu 
hijo,  yo  sí,  y  no  consentiré  que  lo  exploten.  ¿Me 
has  entendido?  ¡No  lo  consentiré!  ¡Parece  men- 
tira que  seas  tan  miserable! 

Jorge  Yo  necesito  trescientos  pesos  esta  misma  tarde- 
es  un  compromiso  de  honor. 

Merce.  Antes  de  venir  Damián  no  te  preocupaba  tanto 
el  honor...  Has  olvidado  compromisos  mayores... 

Jorge    Es  forzoso  que  lo  consiga  ¿Podés  ayudarme? 

Merce.  No. 

Jorge  De  algún  lado  saldrán.  Voy  a  recostarme  un 
rato.  Cuando  regrese  Damián  me  despiertan. 

Merce.  Cuidado  con  recurrir  a  él.  Si  hasta  hoy  he  ocul- 
tado a  mi  hijo  tu  verdadera  conducta,  la  menor 
tentativa  que  hagas  contra  él  bastará  para  que 
se  lo  cuente  todo,  aunque  se  hunda  esta  casa. 

Que  nO  Se  te  OlVide.  (Jorge  mutis  izquierda.) 


114 


ESCENA  XI 
Mercedes  y  Damián 

Dami.    ¿No  vino  nadie? 
Merce.  Nadie. 

Dami.    ¿Quieres  llamar  a  Delfina? 
Merce.  ¿Ocurre  algo? 
Dami.    No;  le  traigo  una  carta. 
Merce.  ¡Ah! 

Dami.  Es  curioso.  La  pobre  vieja  vive  desde  que  yo 
vine  sobresaltada  por  el  temor  de  desagradar- 
me.., Pobrecita...  Pobrecita... 

ESCENA  XII 
Damián  y  Delfina 

Delfi.   ¿De  vuelta  tan  pronto? 

Dami.  Ya  lo  ves.  ¿Me  pagas  las  albricias?  Te  traigo  una 
carta  de  Santa  Cruz;  te  escribe  Lola. 

Delfi.    ¡Qué  alegría!  ¿También  Thompson  escribió? 

Dami.  Sí...  con  varios  encargos...  La  verdad  es  que 
me  pone  en  serios  conflictos. 

Delfi.  (Leyendo  la  carta.)  ¡Mirá  qué  suerte!  Me  dicen  que 
salvaron  todas  sus  majadas,  a  pesar  de  los  tempo- 
rales tan  espantosos.  ¡Ah!  Empeñados  de  que 
vayamos  este  verano. 

Dami.  ¿No  has  visto  aquel  Memorándum  con  la  salida 
de  vapores  para  el  Pacífico?...  ¡Ah!  Lo  encon- 
tré... el  quince  sería  muy  tarde...  No  hay  más 
remedio...  ¿Cómo  haría? 

Delfi.   ¿Qué  te  pasa? 


115 


Dami.  ¡Un  calvo,  mi  hija!  Figúrate  que  a  Thompson  se 
le  vence  una  letra  en  Montevideo  y  me  manda 
pedir  que  se  la  retire... 

Delfi.  No  veo  la  dificultad.  Lola  me  habla  de  eso  en  la 
carta. 

Dami.    El  caso  es  que  tendría  que  embarcarme  esta 

misma  tarde. 
Delfi.   Te  embarcas. 

Dami.  No  puedo.  Mañana  es  la  remisión  de  acreedores 
de  la  famosa  compañía  de  Malvinas,  y  no  debo 
faltar.  Forzosamente  hay  que  mandar  a  alguien... 
¿A  quién?...  ¿a  quién?...  Y  ya  es  tarde...  ¡Ah! 
Tanto  cavilar...  ¡Al  viejo!...  ¿Quién  mejor  que  él?... 

Delfi.    ¡A  tu  padre!... 

Dami.  ¡Naturalmente! 

Delfi.   No  tan  natural . . . 

Dami.  ¿Cómo? 

Delfi.   Digo  no  más...  para  no  molestarlo. 

Dami.    Sería  bueno  que  no  lo  hiciera  con  gusto...  Aquí 

lo  tenemos.  ¡No  podías  llegar  más  a  tiempo, 

viejo! 

ESCENA  XIII 
Dichos  y  Jorge 

Jorge.  ¿Sí? 

Dami.    ¿Tienes  algo  urgente  que  hacer? 

Jorge  Según  y  conforme.  Se  ha  muerto  un  amigo  mío 
muy  íntimo,  el  mayor  García. 

Dami.  ¿Y  debes  ir  al  entierro?  Pues  yo  te  necesito  para 
algo  muy  importante.  El  finado  sabrá  perdo- 
narte. ¿Estarías  dispuesto  a  embarcar  esta  misma 
tarde  para  Montevideo?  Una  comisión  de  con- 
fianza absoluta . 


116 

Jorge    Hombre,  la  verdad...  es  que... 
Dami.    ¿No  te  agrada? 
Jorge    ¿De  qué  se  trata? 

Dami.  De  un  pago. . .  Y  varias  otras  diligencias  sin  im- 
portancia; un  viajecito  rápido  y  entretenido. 

Jorge    ¿Tú  no  puedes  hacerlo? 

Dami.    Imposible;  imposible  en  absoluto. 

Jorge  Bueno,  ¿cómo  no?...  Si  no  hay  otro  remedio... 
Tendré  que  hacer  una  pequeña  diligencia  antes. 

Dami.    No  queda  mucho  tiempo;  una  hora  escasamente. 

Jorge    ¡Oh,  me  despacho  pronto! 

Dami.  Entonces  arreglas  tus  asuntos  y  yo  me  voy  a 
esperarte  a  la  dársena.  A  bordo  te  daré  todas  las 
instrucciones...  Te  hago  aprontar  una  maleta  y 
te  la  llevo  al  vapor.  Así  no  pierdes  tiempo. 

Jorge    Eso  es;  así  voy  derecho. 

Dami.    No  faltes;  mira  que  se  trata  de  algo  muy  urgente. 

Jorge    (Yéndose.)  Perdé  cuidado,  Damián. 

Dami.    ¿Quieres  llamar  alguna  de  las  muchachas?. . . 

Hay  que  preparar  esa  maleta...  Oye,  Delfina, 
dale  la  mía;  es  cómoda  y  segura. 

Delfi.   Me  parece  bien.  (Mutis.) 


ESCENA  XIV 
Damián  y  Eduardo 

Eduar.  ¿No  dejé  una  baraja  por  aquí?  ¡Ja,  ja! 
Dami.    No  he  visto  nada. 

Eduar.  ¿Dónde  la  habré  dejado?  Se  me  ha  ocurrido  una 
idea  para  inventar  un  solitario  y  no  encuentro 
las  cartas.  (Pansa.) 

Dami.    Decime,  Eduardo,  ¿te  gustaría  ir  al  Sur? 

Eduar.  ¿A  qué? 


117 


Dami.    A  trabajar. 

Eduar.  No  me  hablés. 

Dami.    Bueno,  a  cambiar  de  aire,  a  curarte. 

Edüar.  Muy  aburrido. 

Dami.  Tengo  un  amigo  propietario  de  un  gran  esta- 
blecimiento. Irías  allí  en  tu  calidad  de  neurasté- 
nico, y  te  aseguro  que  antes  de  un  mes  la  salud 
y  el  espíritu  de  trabajo  de  aquella  gente  te  con- 
tagiaría...  ¡Es  tan  fácil  abrirse  camino  por  allá! 

Eduar.  Por  tan  bien  que  te  fué  a  vos. 

Dami.  Porque  me  metí  en  otras  cosas.  ¿A  que  no  te 
resuelves? 

Eduar.  No  me  sentaría  el  clima.  Mucho  frió  en  el  Sur. 

Dami.  ¡Hombre,  podría  mandarte  al  chaco!  Mucho 
calor,  ¿verdad?...  Muchacho,  tú  no  puedes  conti- 
nuar así,  sin  más  perspectiva  que  los  cuadrados 
del  puerto. . .  ¡Es  una  vergüenza! 

Eduar.  Si  te  incomodo,  me  marcho  de  acá. 

Dami.  No  digo  eso.  Haz  la  prueba.  Si  te  aburres  te 
vuelves,  y  en  el  próximo  vapor  mando  al  chico. 

Eduar.  ¿A  Tomasito? 

Dami.    Pienso  sacar  de  él  un  hombre  útil . 

Eduar.  ¿Para  qué  sirve  esa  morralla?...  Tiempo  per- 
dido. . .  Es  un  canalla  perfecto. . .  La  escuela  de 
padre,  de  papá. 

Dami.  ¡Hombre! 

Eduar.  ¡Tiempo  perdido!  Vos  siempre  fuiste  medio 
zonzo.  ¡Convéncete,  hermano! 


9 


118 


ESCENA  XV 
Dichos,  Delfina  y  luego  Laura 

Dami.     ¿Aprontan  eso? . . . 
Delfi.    Ya  va  a  estar... 

Eduar.  Che,  ¿sabés  que  tu  mujer  me  cree  loco  y  me 

tiene  miedo? 
Dami.    ¿Cómo  es  eso? 
Eduar.  Huye  de  mí. 

Delfi.  (¿  Damián.)  No  le  hagas  caso.  Es  una  broma;  le  ha 
dado  fuerte  hoy. 

Dami.    No  creas,  que  tu  facha  inspira  poca  confianza. 

Laura  (Con  unas  cajas  en  las  manos.)  Me  han  traído  el  ves- 
tido que  me  regalaste.  ¿Vas  a  pagar  la  cuentita? 

Dami.    ¿Cómo  no?  (Leej  ¡Ta,  ta,  ta,  ta!  Eso  no  puede  ser. 

Laura  ¡Cómo! 

Dami.    Mi  generosidad,  hijita,  no  llega  a  tanto...  ¡Dos- 
cientos pesos!  ¡Una  friolera! 
Laura   Tú  me  lo  prometiste. 

Dami.    Y  mantengo  la  promesa,  pero  no  puedo  costear 

tanto  lujo. 
Eduar.  Así  me  gusta. 

Laura   Atorrante...  este...  Las  circulares  están  prontas. 

Dami.    Me  alegro  mucho.  (Pausa.) 

Laura   ¿Y  ahora  qué  hago  con  esto?  El  hombre  espera. 

Dami.    ¿Lo  piensas?  Devolverlo,  devolverlo  en  el  acto... 

Laura    ¡Pero  es  una  vergüenza! 

Dami.    Con  vergüenza  y  todo  se  devuelve. 

Laura    (Arrojando  las  cajas.)  Muchas  gracias.  (Mutis.) 

Eduar.  Ja,  ja,  ja. 

Dami.  ¿Querés  hacer  el  favor  de  entregar  eso,  Eduardo? 
Eduar.  ¿Yo?  Bueno,  sí. 


119 


Delfi.   ¡Déjaselo!  ¡Pobre! 

Dami.    De  ningún  modo../  Caramba  con  las  pretensiones 
de  la  señorita. 

Delfi.   No  seas  malo,  déjaselo;  para  lección  basta  con 
el  susto. 

Dami.    Consiento  por  esta  vez.  Y  me  voy;  es  tarde. 

Toma,  paga  esa  cuenta;  hasta  luego.  (Mutis.) 
Delfi.    (Siguiéndole.)  Aguarda,  te  daré  la  maleta. 

ESCENA  XVI 
Eduardo  y  a  poco  Laura 

¡Laura!...  ¡Laura!...  Ya  se  fueron;  vení,  vení;  no 
seas  pava. 
¿Qüé  querés? 

¿Ves  eso?  Te  lo  regalo.  Después  dirás  que  soy 
un  inservible... 
¡Ah!  No  lo  quiero. 

¡Que  no  vas  a  querer!  Me  empeñé  con  Damián, 
y  ya  lo  ves.. .  Tengo  una  influencia  bárbara,  che, 
agárralo;  decime,  ¿has  visto  mi  baraja?  Mirá  qué 
paqueta  va  la  vieja.  Cualquiera  diría  que  viene  de 
«Las  tres  bolas»  de  comprar  un  anillo.  ¿Apareció 
la  viborita? 

ESCENA  XVII 
Dichos,  Mercedes  y  luego  Delfina 

Merce.  ¿Dónde  fué  Damián? 
Eduar.  Yo  qué  sé. 
Merce.  Iba  con  una  maleta. 


Eduar. 

Laura 
Eduar, 

Laura 
Eduar. 


120 


Laura    A  la  dársena  a  acompañar  a  papá,  que  se  va  a 

Montevideo. 
Merce.  ¿A  qué? 

Laura    Una  comisión  de  Damián. 
Merce.  Es  extraño. 

Eduar.  Qué  rebusque  para  el  viejo,  ¿no? 

Merce.  Hablé  hace  un  rato  con  Damián  y  nada  me  dijo» 

Laura    Fué  una  cosa  repentina.. . 

Merce.  Con  tal  que  no  sea  algún  lío  de  tu  padre... 

Eduar.  ¿Un  cuento  de  papá?  ¡Qué  esperanzas!  ¡Es  un 

hombre  muy  honrado! 
Laura    ¡Calláte,  ingrato! 

Merce.  Ahí  está  Delfina...  Nos  sacará  de  dudas... 

Antes  que  todo,  hija. . .  aquí  tiene  esto.. . 
Delfi.    ¡El  anillo!  ¿Dónde  lo  encontró? 
Eduar.  En  el  suelo...  Pero  qué  casualidad  que  nadie  lo 

haya  pisado... 

Merce.  ¿Sabes  qué  comisión  le  encargó  Damián  a  Jorge? 

Delfi.  Le  manda  con  una  suma  a  retirar  una  letra  de 
mister  Thompson... 

Merce.  ¡Ay!  ¡Ay!  ¡Ay!  ¡Ay!...  ¿Porqué  no  me  lo  dije- 
ron? ¿Por  qué  no  me  avisaron?...  ¡Madre  Santa!... 
¡Qué  gran  desgracia!...  (Llora.) 

Delfi.  Pero  señora,  ¿qué  le  pasa?  ¿Por  qué  se  pone 
así? 

Laura    Ave  María,  mamá. . . 
Merce.  Déjenme.  Déjenme. . .  Dios,  Dios. . . 
Delfi.    Esto  es  muy  alarmante,  mamá...  ¿Qué  es  lo  que 
teme?... 

Eduar.  No  se  puede  pedir  mayor  respeto  para  un  ma- 
rido. . . 

MERCE.    (Reaccionando  enérgica. )  ¡Oh!   Esto  nO  queda  aSÍ, 

Hay  tiempo  de  ir  a  bordo,  ¿verdad?. . . 
Laura    ¡Qué  locura  es  esa!  Mamá,  ven  acá. 


121 


Delfi.  Señora,  cómo  puede  usted  pensar  semejante  dis- 
parate... 

Merce.  Hija,  tengo  mis  motivos...  Anoche  estuvo  de 
jugada  y  perdió.  Hoy  se  vino  desesperado  a  pe- 
dirme plata...  Un  hombre  en  esa  situación  es 
capaz  de  todo. 

Delfi.  Sería  tan  espantoso,  que  no  cabe  en  lo  posible. 
Venga  acá,  Damián  está  con  él.  Cálmese. 

Merce.  No,  déjenme,  déjenme  ir;  se  evitará  todo. 

Laura    ¡Qué  manera  de  disparatar! 

Delfi.  Piense  que  ante  semejante  duda,  tendría  yo  ma- 
yores motivos  para  sentirme  inquieta...  y  ya  me 
ve...  Venga...  venga  le  digo;  no  se  torture  en 
balde,  siéntese... 

Merce.  (Dejándose  caer  en  una  silla.)  ¡Ay!  ¡Dios  nos  am- 
pare! . . . 

Eduar.  ¿Serviría  un  consejo  mío?  Bueno,  déjenla  que 

vaya...  Mi  padre  es  un  sinvergüenza... 
Delfi.  ¡Eduardo! 

Eduar.  ¡Camina,  tal  vez  llegues  a  tiempo!  (La  conduce  has- 
ta ia  puerta.)  Yo  ya  se  lo  dije  que  mi  padre  es  un 
sinvergüenza... 

Delfi.  ¡Eduardo! 

Laura    ¡Pero  Eduardo! 

Eduar.  Salí,  salí,  defensoras  de  borrachos... 


TELÓN 


ACTO  TERCERO 


Decorado  igual  que  el  acto  segundo 


ESCENA  PRIMERA 
Emilia,  Merceces,  Laura  y  Delfina 

Emilia  ¡Pero  qué  empeño  en  pensar  lo  peor!...  Es  cierto 
que  la  conducta  de  papá  hace  sospechosa  esta 
demora,  pero  hay  que  descontar  muchas  esperan- 
zas todavía.  Un  accidente,  una  enfermedad,  una 
prisión  por  error,  un  olvido;  papá  es  bastante 
abandonado.  ¡No  llores  de  esa  manera!  ¡Qué  de- 
jaría para  después!... 

Merce.  Lloro  y  lloraré  toda  mi  vida.  No  tengo  la  menor 
esperanza.  ¡Qué  gran  infamia! 

Laura  Podría  hasta  haberse  muerto  de  repente,  y  como 
allí  nadie  nos  conoce,  tardaríamos  en  saberlo... 

Emilia    ¡También!  El  sufría  un  poco  del  corazón. 

Merce.  ¡Qué  ha  de  morir!  No  tiene  tanta  suerte...  ¡Des- 
graciado!... Sí,  un  desgraciado,  más  que  otra 
cosa.  La  miseria  lo  echó  a  perder.  Siempre  fué 
bueno  y  caballero...  No  jugaba...  odiaba  el  jue- 
go; no  bebía.  Jamás  faltaba  a  sus  horas,  y  su  ma- 
yor preocupación  era  vernos  siempre  felices...  De 
repente  empezó  a  decaer,  a  decaer...  y  en  estos 
últimos  tiempos  ni  la  sombra  quedaba  de  aquel 
padre  de  familia.  (Muy  afligida.)  No  sé  cómo 


124 


pueden  cambiar  así  las  criaturas  de  Dios.  Y 
todos  hemos  cambiado.  De  mí,  de  la  Mercedes 
de  antes,  tampoco  queda  nada...  Me  puse  igual  o 
peor  que  él...  De  ustedes  no  tengo  derecho  a  de- 
cir nada...  Se  educaron  con  nuestro  ejemplo. . . 
El  único  sano,  porque  no  vivió  con  nosotros,  era 
ei  pobre  Damián,  ¡pobre  hijito!;  y  ahora,  para  que 
no  salga  menos  favorecido,  lo  arrastramos  con 
nosotros  a  la  miseria  y  a  la  deshonra.  (Pansa.) 
¡Pobres  de  nosotros!  ¡Pobre  de  Damián!  (Llora. 

Emilia  ¡Está  bueno,  mamá!  No  llores  así.  Te  hará  daño. 
¡Aguardáal  menos  se  confirmen  tus  presagios! 
¡Calmáte!  Trae  un  poco  de  agua  de  Colonia, 
Laura.  Y  tú,  Delfina,  podrías  decir  algo;  con 
tu  silencio  la  mortificas. 

Delfi.  ¿Yo  quá  puedo  decirle?  Necesito  tanto  como  ella 
de  consuelo...  y  además  no  podría  decir  farsas... 
Creo  también  como  ella  que  no  hay  esperanzas 
de  nada  bueno... 

Emilia  Ahí  tenés,  mamá,  lo  que  sacas  de  tus  cavilacio- 
nes... ¡Es  natural!  Si  los  de  casa  empiezan  a 
sacar  astillas...  todo  el  mundo  tiene  derecho  a 
creerse  con  derecho  a  hacer  lena...  Tampoco  es 
de  buen  deber  que  se  condene  a  un  hombre  sin 
pruebas... 

Delfi.  Caramba...  En  todo  caso,  el  reproche  debe  em- 
pezar por  tu  madre...  Por  otra  parte,  la  situación 
de  ustedes  no  es  tan  ventajosa  para  justificar 
insolencias. 

Laura    ¿Qué  hay?  ¿Qué  pasa? 

Emilia  También  es  una  cobardía  cebarse  en  el  dolor 
ajeno... 

Merce.  Cállate,  Emilia...  Déjala  en  paz...  La  pobre  tiene 
razón...  Es  una  víctima  nuestra... 


125 


Emilia  ¡Qué  tanta  víctima  ni  tanta  humillación!  Si  la 
cosa  ha  pasado  como  ustedes  piensan,  la  ver- 
güenza no  será  para  nosotros  solamente...  Da- 
mián también  es  de  la  familia... 

Delfi.  ¿Vergüenza?  Estás  muy  equivocada...  La  con- 
ducta y  los  antecedentes  de  Damián,  lo  ponen 
bien  a  salvo  de  todas  sombras...  Ya  sabrá  él  pro- 
ceder como  debe...  Nadie  está  libre  de  tener 
por  padre  a  un  ladrón  y  por  parientes  a  una  banda 
de  salteadores.  Sea  decente  y  no  habrá  quien  se 
atreva  a  echárselo  en  cara. 

Emilia  [Oh!  Vos  estabas  esperando  una  oportunidad 
para  mostrar  las  uñas. 

Delfi.  Hablo  porque  me  provocan.  No  aguardaba  opor- 
tunidad alguna...  He  tratado  de  hacerles  todo  el 
bien,  pudiendo  con  una  palabra  disuadir  a  mi  ma- 
rido de  su  chifladura  sentimental,  mientras  uste- 
des, en  pago,  me  quitaban  el  cuero;  ahora  mismo 
estaba  resuelta  a  callarme  la  boca,  a  pesar  de  la 
catástrofe  que  nos  amenaza;  pero  visto  que  no 
tienen  ustedes  ni  nociones  elementales  de  delica- 
deza, les  prometo  que  me  han  de  oir... 

Emilia  Podés  empezar...  Ya  nos  has  dicho  ladrones  y 
salteadores...  Adelante,  mordé. . .  mordé. . .  Ahí 
tenés  ana  buena  presa.  Una  mujer  medio  muerta 
de  sufrimiento.  Te  la  cedo...  ¡Perversa! 

ESCENA  II 
Dichos  y  Eduardo 

Eduar.  ¿Qué  bochinche  es  este? 
Delfi.    Tus  hermanitas. 

Eduar.   iAh!  Son  una  monada  mis  hermanitas...  (Corno  el 


126 


padre!  ¡Fuera  de  aquí,  morralla!  ¿Qué  te  hacían, 
tunada?  Seguro  que  te  achacaban  las  culpas  del 
robo.  Para  aquella,  la  lectura  de  folletines,  sos 
tú  una  malvada,  que  quiere  sumir  en  la  deshonra 
una  familia  pobre,  pero  virtuosa.  Esta  otra  es 
Paúl  Bourget;  te  encontrará  un  alma  conplicada, 
llena  de  recobos...  Son  literatas  las  dos...  y  muy 
distinguidas...  ¡Morralla!  Qué  asco,  ¿no?...  Mila- 
gro no  estuviera  también  Tomasito  en  la  re- 
unión... ¡Otro!  ¿No  hay  detalles  nuevos?... 
Delfi.  Ninguno. 
Eduar.  ¿Y  Damián? 
Delfl    ¡Por  ahí!  Buscando  noticias... 
Eduar.  ¿Ves  ese  muchacho?  Se  va  a  convencer  de 
que  es  zonzo  del  costado  izquierdo.  ¡Fíjate  en  la 
vieja!  Papel  lucido,  ¿eh?  ¿Qué  dirá  Damián 
cuando  se  confirmen  las  cosas?  Apuesto  que  le 
da  por  la  tragedia.  ¡Oh,  padre,  estamos  deshonra- 
dos! ¡Infelice!  ¡Ay  de  mí!...  Y  la  voz  de  la  sangre  y 
el  respeto  filial  y  ios  sacrificios  honrosos,  y  toda 
esa  punta  de  macanas  que  han  inventado  los 
escritores  y  poetas  para  tener  de  qué  ocuparse... 
El  otro  día  leí  en  un  diario,  que  no  sé  cuál  poeta 
había  hecho  mal  en  no  tratar  las  cosas  tan  sagra- 
das como  la  familia,  el  amor  filial,  y  qué  sé  yo... 
Fíjate  cómo  nos  conocen  los  críticos...  Bueno;  no 
me  llevan  el  apunte,  me  voy;  están  muy  del  Vier- 
nes Santo. 
Delfi.    También  yo.  oiaeen  mutis.) 


127 


ESCENA  III 
Emilia,  Mercedes  y  Laura 

Emilia    ¡La  perra  esa!, . . 

Merce.  ¿Por  qué  son  tan  malas?  ¿Qué  ganan  con  empeo- 
rar la  situación?. . . 

Laura    Nosotras  no  hemos  buscado. . . 

Emilia  ¿Debíamos  consentirle  a  esa  intrusa  que  nos 
pusiera  por  los  suelos? 

Merce.  Mientras  no  dijera  más  que  la  verdad... 

Emilia  ¡Oh!  Muy  bonito...  Nuestra  abnegación  debía 
ser  ofrecer  nuestra  otra  mejilla  para  el  cache- 
teo. . . 

Merce.  No  hablemos  más. 

ESCENA  IV 
Dichos  y  Damián 

Dami.  ¿Nada? 
Merce.  Nada,  hijo  mío. 

Dami.  He  ido  a  la  agencia  de  vapores.  En  la  lista  de 
pasajeros  no  está  el  nombre. . .  Es  seguro  que 
no  ha  vuelto.  También  si  nos  ha  hecho  pasar 
estas  angustias  por  dejadez,  así  también  será  ia 
reprimenda.  ¿Y  Delfina? 

Merce.  En  su  cuarto,  supongo. . . 

Dami.     ¿Está  muy  afligida? 

Merce.  ¡Cómo  no,  hijo!  Como  todas  nosotras.  ¡Ah,  si 
me  hubieras  escuchado  cuando  fui  a  buscarte  a 
bordo,  nos  ahorraríamos  tanta  inquietud!...  No 
me  hiciste  caso,  y  estamos  sufriendo  las  conse- 
cuencias. 

Dami.     ¡Cómo  hacerle  una  ofensa  tan  grande  al  pobre 


128 


viejo!  Cómo  decirle. . .  «Papá,  no  tengo  confian- 
za en  usted;  quédese».  Eso  nunca. 

Merce.  Fué  demasiada  confianza  la  tuya. 

Dami.  ¿Pues  querrás  creer  que  a  pesar  de  tus  recelos  y 
de  tu  empeño  que  te  noto  en  prepararme  a  bien 
morir,  no  acabo  de  inquietarme  del  todo? 

Merce.  No  debes  hacerte  ilusiones;  piensa  en  lo  malo. 

Dami.  A  no  ser  por  tus  confidencias  sobre  las  aficiones 
al  juego  de  papá,  te  juro  que  estaría  lo  más 
fresco. . .  ¿Por  qué  no  las  contastes  antes? 

Merce.  No  quise  aumentar  tu  disgusto...  Pensé  corre- 
girlo... 

Dami.     ¿Y  dónde  jugaba? . . . 

Merce.  Vaya  uno  a  saber. . .  En  todas  partes. . .  Decíme 
si  hubiera  ocurrido  la  desgracia.  ¿Tendrías  con 
qué  reponer  eso?. . . 

Dami.     No,  mamá;  sería  mi  deshonra  completa. 

Merce.   ¡Oh!  ¡Qué  desgracia!  (Llora.) 

Dami.  No  me  hagas  recordar  de  nuevo,  porque  enton- 
ces sí  que  me...  que  me...  ¿No  ves?...  Ya 
estoy  todo  nervioso..,  Sería  horrible...  una 
cosa  sin. . .  ¿Qué?. . .  Llaman  en  el  zaguán. , .  Si 
será  un  telegrama. . . 

MERCE.  Corro  a  Ver. . .  (*aie  y  vuelve  con  un  despacho  telegrá- 
fico en  la  mano.)  ¡Telegrama!  ¡Telegrama!  ¡Tele- 
grama! Gracias  a  Dios. 

Dami,     Vamos  a  ver. . . 

Merce.  Abrílo  pronto. . . 

Dami.     Vaya. . .  Me  da  no  sé  qué. . . 

DELFI.      Trae  para  acá.  .  .  flogO.  .  .  (Le  arrebata  el  despacho 

y  lee  temblorosa.)  «Letra  Thompson  no  ha  sido  re- 
tirada». 

MERCE.    ¡Ay,  DiOS  Santo!  (Cae  abrumada  sobre  una  silla.) 

Dami.     (Demudado.)  Letra  Thom-pson  no  ha  si-do  re-ti-ra- 


129 


da.  De  modo,  ¿que  es  cierto?...  Pero...  pero. . . 
¡Ah!  No  puede  ser.  Al  viejo  le  ha  sucedido  algo. 
Estoy  en  hora...  Me  voy  a  buscarlo  a  Montevi- 
deo. ¡Quién  sabe  si  no  está  enfermo!...  ¡Oh!  Sí, 
me  voy...  Mi  sombrero.  ¿Dónde  está  mi  sombre- 
ro?... (Aveces.)  Mi  sombrero  he  dicho. 

Delfi.  Tomálo. 

Dami.  Adiós. 

Delfi.  Escucháme. . .  Piensa  un  poco  en  lo  que  has  de 
hacer. . .  No  te  precipites. . . 

Dami.  ¡Pero  hija!...  ¿Cómo  quieres  que  no  me  preci- 
pite. . .  si  está  enguejo  nuestro  porvenir?. . . 

Eduar.  Hacéme  caso. . .  No  vayas  a  Montevideo.  Perde- 
rías tu  tiempo;  el  viejo  está  aquí. . . 

Dami.     ¿Cómo  lo  sabes?  ¿Lo  has  visto? 

Eduar.  Lo  conozco.  No  se  ha  ido. 

Dami.  (Alterado.)  ¿Pero  cómo  no  se  va  a  ir  si  yo  estuve 
con  él  a  bordo  hasta  el  último  momento? 

Eduar.  Sé  lo  que  te  digo.  Tenía  un  metejón  por  ahí; 
bajó  del  vapor  detrás  de  ti  y  fué  a  pagarlo;  des- 
pués se  metió  a  jugar  a  ver  si  cubría  el  déficit, 
y  la  plata  se  le  hizo  humo.  Verás  cómo  aparece 
hoy  o  mañana.  En  cuanto  no  tenga  con  qué  dormir 
en  el  hotel,  se  viene  a  rondar  la  casa  para  entrar 
cuando  esté  seguro  de  no  toparse  contigo.  Le 
tengo  muy  manyaido  el  tiempo. 

Dami.     ¿De  modo  que  tú  también  estás  convencido  de 

que  me  ha  estafado? 
Eduar.  ¿Quién  podría  dudarlo? 

Dami.  Y  dime.  ¿Tú  concibes  que  haya  en  el  mundo  gen- 
tes tan  infames? 

Eduar.  ¡Ta!  ¡Ta!  ¡Resmas,  che!. . . 

Dami.  (Conira.)  ¡Y  padres  tan  desalmados,  tan  indignos, 
tan  bellacos! 


130 


Eduar.  Abundan  igualmente. 

Dami.  Pues  no  me  convenzo.  Hay  cosas  que  no  caben 
dentro  de  la  incultura  humana,  y  ésta  es  una  de 
ellas...  Al  viejo  le  ha  pasado  algo,  y  yo  debo  en- 
contrarlo. . . 

Eduar.  ¿Dónde? 

Dami.     No  sé...  En  algún  lado,  en  la  calle,  en  algún  retén 

de  policía,  en  los  hospitales. , . 
Delfi.  ¡Damián! 
Dami.     No  se  inquieten.  Volveré. 

DELFI.      (Se  echa  a  llorar.) 

Eduar.  Venga,  cunada,  la  acompaño.  ¡No  crea  que  estoy 
loco!  Tal  vez  sea  el  más  cuerda.  (Conduciéndola.) 
¡Qué  asco!... 


ESCENA  V 
Mercedes,  Laura  y  Emilia 

Laura    ¿Y  ahora,  che,  qué  será  de  nuestra  vida?. . . 

Emilia    Ritornamo  all  antico. 

Laura    ¡Pero  qué  sinvergüenza  es  papá! 

Emilia  Qué  sinvergüenza  ni  sinvergüenza;  es  un  infeliz. 
Más  canalla  es  ese  otro  que,  siendo  rico,  nos  ha 
dejado  en  la  miseria...  Ellos  son  los  bellacos. 
¡Uno  atorrante!  El  otro,  un  bruto  egoísta  y  ta- 
caño... ¡Linda  esperanza  de  padre!  <se  va  rezón- 

gando.  Laura  la  sigue.) 


151 


ESCENA  VI 
Mercedes  y  Jorge 

JORGE  (Muy  temeroso  aparece  en  la  puerta  y  avanza  con  gran 
cautela.) 

Merce.  (Viéndole,  corre  hacia  éi.)  ¡Vos!  ¡Jorge,  Jorge!  ¿De 
dónde  vienes?  ¿Qué  es  lo  que  has  hecho? 

Jorge  No  preguntes  nada. . .  Lo  hecho  está  hecho. . .  y 
se  acabó. 

Merce.  ¿Has  tenido  valor  de  cometer  una  infamia  tan  ho- 
rrible?. . . 

Jorge     No  digas  nada.  ¿Qué  sacamos  con  hacer  escenas? 

Escandalizas  sin  provecho...  ¿Damián  ya  sabe?... 

Merce.  No,  no  lo  sabe.  Se  lo  he  dado  a  entender,  pero  él 
no  quiere  creerlo.  No  concibe  un  padre  tan  des- 
naturalizado. . .  Ha  ido  a  buscarte. . . 

Jorge     ¿Tendrá  para  reponer  eso? 

Merce.  Me  lo  acaba  de  confesar...  Nada;  dice  que  sería 
su  ruina  y  su  deshonra...  Ya  lo  ves;  dinero  aje- 
no... lo  culparán  a  él . 

Jorge     Si  es  así,  me  queda  un  medio  de  salvarlo. 

Merce.  ¿Cuál? 

Jorge     Pegarme  un  tiro. 

Merce.  No,  no  Jorge.  Una  locura  no  se  enmienda  con  la 
otra. 

Jorge     Se  lo  tendría  que  pegar  él  entonces. 

Merce.  (Horrorizada.)  ¿Mi  hijo?  ¡Oh,  no!  ¿Por  qué  sos  tan 
cruel?  ¿Por  qué  me  dices  esas  cosas  tan  bruta- 
les? No  hay  necesidad  de  que  se  mate  nadie... 
¿Se  ha  hecho  el  daño?  Pues  a  sufrir  las  conse- 
cuencias. No  va  a  pasar  nada,  ¿verdad?  Prométe- 
melo, Jorge;  dame  ese  consuelo  a  cambio  de  todo 
lo  que  me  has  hecho  sufrir. 


132 


Jorge  Quedáte  tranquila.  Depende  de  cómo  el  otro 
tome  las  cosas...  Yo  me  voy  a  meter  en  la  cama. 
Van  tres  noches  que  no  duermo  y  no  puedo  más. 
Hablále  a  Damián.  Yo  no  tendría  cara  para  pre- 
sentarme delante  de  él.  Contále  todo...  que  juego, 
que  soy  un  vicioso  incurable...  y  que...  y  que  he 
abusado  vilmente  de  su  confianza. 

Merce.   ¡Qué  golpe  para  el  pobre  muchacho! 

Jorge  Tú  podrás  encauzar  bien  la  situación,  de  manera 
que  el  otro  no  la  tome  por  el  lado  muy  trágico... 
Ahora,  si  no  io  consigues,  tendrás  que  aguantar 
mi  sacrificio. 

Merce.  ¡Oh!  Si  depende  de  mí,  te  juro  que  todo  se 
arregla. 

Jorge     ¡Ojalá!  No  puedo  más  de,  fatiga. 
Merce.  Sí,  acostáte.  Permitíme  una  cosa.  Sin  esto  no 
estaría  del  todo  tranquila. 


ESCENA  VII 
Mercedes,  Damián  y  luego  Delfina 

Merce.    Ahora  el  otro.  (Revisa  los  cajones  del  escritorio  y  Baca 
mn  revólver;  al  huir  tropieza  en  la  puerta  con  Damián.) 

Dami.     ¿Qué  es  eso?  ¿Qué  vas  a  hacer  con  esa  arma? 

Traiga  acá.  (Se  lo  arrebata.) 

Merce.  No,  damélo,  Damián.  No  iba  a  nada;  quería  es- 
conderlo porque  tengo  miedo... 

Dami.  ¿Miedo  de  qué? 

Merce.  No  sé;  ¡por  favor,  damélo!  Me  moriría  de  pena. 

Dami.  Toma.  ¿Dónde  está  mi  padre? 

Merce.  ¿Ya  sabes? 

Dami.  Sé  que  ha  llegado  y  quiero  verle. 

Merce.  El  no  se  atreve.  Me  encargó  de  que  te  lo  dijera. 


153 


La  desgracia  ha  sucedido.  No  vayas  a  perder  la 

cabeza,  hijo  mío. 
Dami.     ¿Dónde  está,  pregunto?  No  necesito  consejos. 
Delfi.    No  te  alteres,  Damián;  no  remediaremos  nada; 

Ven,  Siéntate.  (Dirigiéndose  a  Mercedes.)  Vaya  a  bUS- 

carlo,  señora,  y  usted,  Damián,  quedése;  déje- 
nos solos... 

MERCE.    Voy  en  Seguida.  (Mutis  izquierda.) 

Dami.     ¿Has  soñado  una  cosa  igual  siquiera,  Delfina? 

Delfi.  Es  horrible...  Pero  no...  irremediable.  Thompson 
es  muy  caballero  y  sabrá  comprender  tu  situa- 
ción. Yo  le  escribiré  a  Lola  también. 

Dami.     ¡Horrible!  ¡Horrible!  ¡Horrible! 

Delfi.  Tal  vez  sería  mejor  que  nos  fuéramos  a  Santa 
Cruz  en  el  primer  transporte...  Note  desespe- 
res así... 

ESCENA  VIII 
Dichos  y  Jorge 

DAMI.  (Viendo  a  Jorge  asomarse  tímidamente  a  la  puerta.)  Ade- 
lante, señor;  no  tengas  vergüenza...  Cuando  has 
tenido  el  descaro  de  volver  a  esta  casa,  te  supo- 
nía con  la  comedia  preparada.  Avanza,  pues. . . 
O  esperas  que  vaya  a  recibirte... 

Jorge     (Rehaciéndose.)  ¿Qué  tienes  que  decirme? 

Dami.  ¡Hombre!  ¡Nada!  Nada  grave...  pedirte  perdón 
por  esta  molestia  que  te  causo...  ¿Estás  borracho? 

Jorge     Tal  vez;  no  sería  difícil. 

Dami.     Cuidado  con  exasperarme  con  tus  respuestas, 

porque  no  respondo  de  mí. 
Jorge     Los  jueces  no  pierden  la  calma. 
Dami.     ¿Tú  te  das  cuenta  exacta  de  todo  el  mal  que  me 

acabas  de  hacer? 

10 


154 


Jorge  Exactísima.  Tanto,  que  podría  economizarte  el 
interrogatorio  repitiendo  las  preguntas  que  yo 
mismo  me  he  dirigido  antes  de  cometer  el  cri- 
men, mientras  lo  cometía  y  después  de  realizado. 
Todo  fué  deliberado  y  consciente.  Te  haría  aho- 
ra mismo  un  alegato  de  bien  probado,  con  la  cer- 
teza de  impresionarte  en  mi  favor.  Sé  que  no 
podrás  reponer  la  plata  ajena  robada,  la  que  yo 
acabo  de  robarte,  y  como  de  algún  modo  tienes 
que  justificarte,  me  pongo  por  completo  a  tu 
disposición... 

Dami.     ¿Para  qué? 

Jorge     Te  ofrezco  un  suicidio. 

Dami.  Que  te  has  de  matar...  es  un  nuevo  recurso.  Pre- 
tendes impresionarme,  ¿verdad?  Te  equivocas  de 
medio  a  medio...  El  que  debió  matarse  y  pensó 
matarse  hace  veinte  minutos  fui  yo,  el  inocente. 
Pero  resistí  al  verte  en  ese  tren  de  envileci- 
miento cínico.  Para  los  hombres  como  tú  debía 
de  existir  un  castigo:  la  cárcel;  el  hecho  de  que 
yo  entregue  a  mi  padre  a  los  tribunales  para 
que  lo  condenen,  será  mi  justificación  más  cabal. 
Hemos  terminado.  Si  es  cierto  que  te  pones  a 
mi  disposición,  debes  marchar  en  el  acto  a  pre- 
sentarte ala  policía.  ¡Ya!  ¡Ya!  En  el  acto.  (Jorge 

se  y*  sin  decir  palabra.  Damián  mantiene  largo  tiempo 
el  gesto  final.) 

Delfi.    (Dulcemente.)  ¡Damián! 

Dami.     ¡Oh,  Delfina!  ¡Tengo  ganas  de  llorar!  Llorar  a 

gritOS.  (Se  deja  caer  sollozando  en  una  silla.) 

Delfi.    Sí,  llora.  ¡Llora...  mucho,  mi  pobre  Quijote! 


FIN 


MONEDA  FALSA 


PERSONAJES 


CARMEN  =  CIRIACA  =  MONEDA  FALSA 
GAMBERONÍ  =  BATIFONDO  =  LUNGO  =  PEDRIN 
VASQUITO  =  OBRERO  1.°  =  OBRERO  2.°=:  REYES 
JUGADOR  1 =  JUGADOR  2.°  =  UNA  MUJER 
COMISARIO  =  REPORTER  =  CABO 
COMPADRE  1.°  =  COMPADRE  2.°  =  LUNFARDO  1." 
LUNFARDO  2.°  =  OFICIAL  =  LUNFARDO  5.° 
AGENCIERO = CHICO  1.°  (5  ó  6  gflos)  =  CHICO  2.°  (3  años) 


CUADRO  PRIMERO 


El  despacho  de  bebidas  en  un  almacén  del  suburbio.  Decorado 
a  indicarse 


ESCENA  PRIMERA 

Al  levantarse  el  telón,  Batifondo  y  el  Lungo  conversan  en  una  mesa  coa 
Gamberoni.  De  pie,  junto  al  mostrador,  los  Obreros  1.°  y  2.«  beben 
suissé.  Moneda  falsa,  sentado  en  un  cajón,  observa  la  escena  con 
aspecto  aburrido.  Carmen  despacha.  En  otra  mesa  dos  individuos 
juegan  a  las  cartas. 

Obre.  1  ¿Cuánto  se  le  debe,  doña  Carmen? 
Carmen  Veinte. 

Obre.  2  No,  compañero,  dejemé  pagar.  Me  toca  a  mí. 
Obre.  1  Guarde  su  plata,  amigo.  (Pagando.)  ¡Ya  está!  No 

le  cobre. 
Obre.  2  Entonces  tomamos  otra. 
Obre.  1  No,  gracias.  Es  tarde. 

Obre.  2  ¡Quién  dijo  miedo!  Sirva  dos  suisés.  (a  Moneda.) 

¿Usted,  compañero,  no  se  sirve  nada? 
Moneda  No  escabio  hoy.  Muchas  gracias. 
Gambe.  (con  estrépito.)  ¡Eh,  padrona!  N'altra  voerta. 
Batif.    ¡Se  va  a  mamar,  che!... 

Gambe.  Qué  imborta.  Cuando  si  encontradei  veri  amici. 
Lungo    Claro  que  sí.  Un  día  de  vida  es  vida,  qué  diablos. 
Gambe.  ¡Quisto  e  nu  bello  parlare!  Bebiam.  ¡Uh!  ¡Padron- 
cita  Carmené!... 


140 


Carmen  ¡Ya  voy  hombre,  ya  voy!...  (Acercándose.)  ¿Lo 

mismo? 
Gambe.  ¡Naturalemente!... 

Batif.  ¡A  mí  no,  che!...  ¡Mucho  suisé!...  Tráigame  un 
Pineral. 

Lüngk)    Yo  también.  ¿Che,  Moneda,  qué  estás  haciendo? 

Arrímate,  que  te  vamos  a  presentar  un  amigo. 
Gambe.  Un  altro  amico.  Chiamátelo. 
Batif.    Es  un  buen  criollo.  Muy  honrao.  Trabaja  en 

Campana. 

Gambe.  ¿A  Gambana?  Sonó  estato  a  Gambana,  ce  tengo 
un  mío  párente,  un  certo  Bufalini.  Facite  u  có- 
modo vostro. 

MONE.      (Acercándose  con  fastidio.)  ¡Pucha  digo,  queSOn!... 

Batif.  ¿Ustedes  no  se  conocen?  Napoleone  Gambe- 
roni. 

Gambe.  Escusate  Cicillo  Gamberoni,  chacarero  a  Mag- 
giolo. 

Batif.    El  amigo  Moneda  falsa. 
Gambe.  ¿Cosí?... 
Batif.    Antonio  Almada. 

Gambe.  Salute  a  voi  e  a  questa  nobile  compañía.  Tome 
asiendo.  ¿Cosa  pigliate?  ¿Un  vasito  di  vino? 

Mone.     Pucha  que  son.  No  tomo  nada. 

Gambe.  Non  facite  complimende.  Oggi  siamo  tütti  in 
armonia. 

Lungo    Andamos  de  farra,  che. 

Gambe.  Ecco.  ¡Precisamente  di  fara!  Gamberoni  paga 

tuttO.  Tingue  del  danaro.  (Saca  un  fajo  de  billetes.) 

Quista  e  a  vera  alegría.  (se  pone  a  contar.) 
Batif.    Traiga,  che.  Yo  le  cuento. 
Gambe.   ¡Ah,  no!  Escusati.  (Sigue  contando.) 
Luno-o    ¡Que  está  apurao  vos!...  No  te  pasés,  que  la 

vamos  a  echar  a  perder. 


141 


Batif.    Este  merlo  ya  no  vuela,  (a  Moneda)  ¿Qué  tenés 

vos?  Se  te  apareció  la  viuda. 
Mqne.    Pucha  digo,  que  son. . . 
Gambe.  ¿E  cosí?  ¡Qué  facimme. . .  padrona! . . . 
Carmen  (Sirviendo.)  ¡Ahí  está,  hombre!  ¡Una  no  puede 

atender  a  todos!... 
Gambe.  Finalemente.  ¡E  viva  la  padrona! . . . 
Batif.    Che,  gringo.  Embrócame  a  la  padrona. 
Gambe.  ¿Ca  i  ritte? 

Batif.     ¡Qué!  (Señalándole  a  Carmen  con  un  ademán  picaresco.) 

¿Qué  tal,  eh?...  No  le  juega  ninte. 
Gambe.  ¡Bella  gualiona!  ¡Nu  bello  tuquetto  e  muliera! 

¡Bebiam!... 
LungtO  ¡Salute! 

Gambe.  (Cantando.)  Bebiam,  bebiam.  ¡Nel  vino  cerchiam! 
(interrumpiendo.)  ¡Questa  e  la  CavalleHa  Rusti- 
cana! La  fata  un  paisano  mió,  un  italiano.  Ii 
maistro  Mascagni.  (Continúan  conversando.) 

Obre.  1  ¡Pobre  gringo!  ¡En  qué  manos  ha  caído! 

Obre.  2  No  le  dejan  ni  medio.  Dan  ganas  de  avisarle  que 
no  sea  otario. 

Obre.  1  ¡A  nosotros  qué  se  nos  importa  últimamente!  Y 
no  hay  que  meterse,  porque  esos  son  malos  bi- 
chos. (Entran  dos  obreros;  saludan;  piden  suissé,  que  be- 
ben de  un  sorbo,  naciendo  sonar  la  lengua,  y  se  van  previo 
un  saludo.) 

ESCENA  II 

CHICO  1  (De  5  6  6  años,  con  una  criatura  de  2  a  3  años  de  la  mano, 
al  Obrero  1.°)  ¡Papá!... 

Obre.  1  ¿Qué  andan  haciendo  ustedes?. . . 

Chico  1  Dice  mi  mamá  que  vayan,  que  la  cena  está  pronta. 


142 


Obre.  1  ¿Tu  mamá?  Me  parece  que  estás  mintiendo. 
Chico  1  De  veras,  le  digo. 

Obre.  1  Están  cebaos  a  venirse  a  la  hora  del  suissé,  por- 
que siempre  ligan  algo. 
Obre.  2  Los  míos  son  iguales.  Hacen  lo  mismo. 
Obre.  1  (ai  más  chico.)  Vení  acá  vos.  (Lo  levanta.)  Qué  te 

gusta  más,  ¿Qué?. . .  ¿Chocolate?. . .  (A  0„meni) 

Tráigale  un  chocolate  de  a  dos. 
Chico  1  ¿Y  a  mí  nada?  Yo  quiero  un  pescadito. 
Obre.  1  Y  un  pescadito.  ¿No  querés  suissé  también? 

(ai  obrero  2.o)  ¿Qué  cree?  Ahí  donde  lo  ve  le  gusta 

empinar  el  codo. 
Carmen  Tome,  mijito.  Le  doy  dos,  uno  de  Ilapa. 
Obre.  1  ¿No  sabés  decir  gracias  vos?  Bien,  a  volar. 
Chico  1  No;  vos  también  vení.  Dice  mi  mamá  que  si  no 

vas  te  va  a  venir  a  buscar. 
Obre.  1  Está  bueno.  Donde  manda  capitán...  ¿Cuánto  es, 

patrona? 
Carmen  Treinta. 
Obre.  2  ¿No  tomamos  el  otro? 
Obre.  1  No,  basta. 

Obre.  2  Bueno.  Salú.  (Vánse  con  ios  chicos.) 

Juga.  1  (Alterado.)  ¡Macanas!  ¡Qué  vas  a  salir!  Tenías 
once  tantos.  ¿Qué  has  hecho  ahora? 

Juga.  2  Cartas,  setenta,  y  siete  de  maso.  Tres  tantos. 

Juga.  1  Bueno;  once: y  tres,  ¿cuántos  son?  ¿No  son  ca- 
torce? 

Juga.  2  Es  que  tenía  doce,  te  digo. 

Juga.  1  ¡Qué  has  de  tener!  Lo  que  tenés  es  la  costumbre 

de  robar  tantos. 
Juga.  2  Hacé  el  favor  de  no  pasarte,  ¿sabés? 

JüGA.  1   (Arrojando  violentamente  el  mazo  de  cartas  sobre  la 

mesa.)  Es  que  te  viá  quitar  el  vicio,  ¿me  en- 
tendés?... 


143 


üga.  2  De  ande,  si  no  sos  quién. 

Ubmen  A  ver  si  se  sosiegan.  No  quiero  bochinche  en  mi 
casa,  saben  que  más.  ¡Faltaba  otra  cosa!  Pelan- 
drunes. Se  pasan  el  día  con  las  cartas,  no  gastan 
ni  medio,  y  todavía  se  permiten  levantar  la  voz. 


ESCENA  III 

M/ÜJEH     (Apareciendo  con  un  queso,  pan  y  un  paquete  de  fideos, 

a  Jugador      ¡Cuándo  no  habías  de  ser  vos!  No 
tenés  vergüenza...  ¡Pelandrún,  atorrante!  En  lu- 
gar de  estar  jugando  en  el  boliche,  podías  ir  a 
buscar  trabajo.  ¡Caminá  pa  casa!... 
Jüga.  1  Salí  de  ahí.  No  seas  otaria. 

&ÍUJER      ¡Andá  pa  Casa,  pelandrún!  (Llevándole  por  delante.) 

No  tienen  vergüenza.  Las  pobres  mujeres  se  des- 
loman trabajando,  y  ellos  como  unos  príncipes 
de  barriga  al  sol  todo  el  día.  ¡Parece  mentira! 

¡Mangines!...  (Mutis  rezongando.) 

ESCENA  IV 

Gambe.  ¿Parlo  bene  o  parlo  male?  Dicitemí  nu  poco.  E 

Marconi.  ¿Sapéte  qui  e  Marconi?... 
Batif.    ¿El  de  los  cigarrillos? 

Gambe.  Mo  vu  u  dique.  Cuelo  ca  inventato  el  telégrafo 
senza  fili,  u  quiú  grande  invento  de  rhumanitá; 
italiano.  Credeté  a  me.  I  francesi,  i  tedeschi, 
Vinglesi  han  fato  anguna  cosa.  Ma  litalia  ocupa 
il  primo  puesto.  ¿Ma  chi  fu  ca  trovato  lo  Polo 
Norte?  Nu  mió  paisan,  italiano,  Sualdesa  Reale 
el  duca  degli  Abruzzi  , 


144 


Lungo    ¿Y  qué  nos  dejás  pa  nosotros,  che,  gringo? 

Batif.  ¡Qué  nos  va  dejar,  si  somos  unos  porotos!  Tiene 
razón,  amigo.  La  Italia,  ahí  ande  la  ven,  es  el  pri- 
mer país  del  mundo.  Hay  cada  candidato  italiano... 
¡Viva  Italia!  ¡Viva  Garibaldi! 

Oambe.  ¡Evviva!  ¡Evviva  la  República  Argentina!  ¡Padro- 
na!  ¡N'altra  voerta!  ¡Evviva  harmonía!...  ¡Cosi 

Va  bene!  (Carmen  sirve.) 

ESCENA  V 

FEDRIN    (Aparece  un  tanto  boleado  como  si  no  conociera  la  casa; 

deja  la  linyera  en  un  rincón;  mira  a  todos  y  saluda  tímida- 
mente. )  ¡Buena  sera! 

Batif.    Fíjate  quién  cae. 

€armem  Salute. 

LüNGO  De  tebU.  (Cambian  una  mirada  de  inteligencia  con 
Pedrín.) 

Pedrín  Un  biquier  de  barbera.  De  cuel  bon.  (Pedrín  acen- 
tuara un  dialecto  a  elección  del  actor,  manteniéndose 
siempre  en  su  deliberado  papel  de  imbécil.) 

Carmen  Servido. 

Pedrín  (Saboreando  ei  vino.)  Non  che  male.  Me  dica,  sifíora. 
¿Donde  podría  tomare  le  létrico  per  la  estazione 
del  Retiro?... 

Carmen  ¡Para  el  Retiro!  Espérese,  que  no  me  acuerdo. 
(Ai  grupo.)  ¿Por  dónde  pasa  el  tramway  que  va  al 
Retiro? 

LungtO    ¿A  i  a  estación  del  Retiro? 
Pedrín  (Acercándose.)  ¡Scusi!  Si  sifíore. 
Lungk>    Tiene  que  tomar  combinación.  ¿Va  para  afuera 
usted? 

Pedrín  Scusi.  Si  siñore.  A  Calvez. 

Oambe.  Riverito,  signor  mío.  ¿Siete  da  Galvez? 


145 


toRiN  Si  siñore. 

Jambe.  lo  son  estato  tre  volte  a  Galvez.  Conocí  un  certo, 

un  certo;  ¿cómo  si  chiama?  ¿D'Andrea? 
Pedrin  ¿II  calzolaio? 

Jambe.  Ma  no,  un  figlio  de  la  madona  qui  fa  il  procu- 
radora 

Pedrin  ¡Per  dio!  Lo  conozco.  Cuelo  que  arrangia  li  afari 

nel  cuez  de  paz.  Siamo  tanto  amici. 
Cambe.   ¡Bravo!  Si  sieda  paisan.  Che  tempo  per  prendere 

10  tren.  ¿Cóme  va  la  cusecha  a  Galvez? 

Pedrin  Mica  tanto  buona.  La  langosta,  e  la  helatas. 

Gambe.  E  un  anno  cativo...  Ma  siéntase  paisan.  Aquí  sia- 
mo in  armonía.  Cosa  píllate...  ¡Padrona! 

Pedrin  Ma  grazia,  grazia.  Olí  il  mió  bichiere. 

Gambe.  Non  faccia  complimenda.  Padrona,  sempatica; 

11  porte  il  suo  bichiero. 
Pedrin  (Sentándose.)  ¡Scusi!... 

Gambe,  Cuesti  son  amici,  compañi  cregollos,  buenos  mo- 
chadlos. Si  parlaba  de  la  nostra  patria. 
Pedrin  ¡La  nostra  Italia!... 
Gambe.   ¡Evviva  Italia,  paisan! 
Pedrin  Ya  lo  creo.  ¡Evviva! . . . 
Gambe.  ¡Salute! 

MONE.      (Levantándose,  encaminándose  al  mostrador.)  Con  per- 
miso. ¡Pucha  que  son! 
Gambe.   ¡E  bravo,  paisan!...  (paimoteando.) 
Carmen  ¿Qué  tenés,  vos? 
Mone.    Estoy  aburrido.  ¡Pucha  que  son!. . . 
Carmen  ¿Andás  con  miedo? 

Mone.  ¡Qué  miedo  ni  qué  miedo!...  Estoy  hasta  aquí, 
¿sabés?... 

Carmen  ¿Qué  querés  que  le  haga,  hijo? 
Mone.    Nada .  ¿A  vos  qué  se  te  importa? 
Carmen  No  seas  zonzo. 


146 


1 


ESCENA  VI 

Vasqui.  Buenas  tardes. 
Carmen  Buenas. 
Vasqui.  ¡No  compra  nada  hoy! 
Carmen  ¡Andá!  ¡Tenés  una  yeta! 

Vasqui.  También  usted  quiere  sacar  en  todas.  Vea  qué 
decena  tengo  en  esta  jugada.  (Saca  unos  billetes  de 

lotería  y  se  los  enseña,  diciéndole  en  voz  baja.)  Pibe  eStá 

en  cana. 

CARMEN  (Con  sorpresa.)  ¡Qué!  ¿Cómo  sabés?... 
Mone.    (Con  sorpresa.)  ¿Ande  lo  encanaron? 
Vasqui.  En  la  casa. 
Mone.     ¡Pucha  digo,  que  son!... 

LuNGrO     (Que  ha  observado  la  escena,  acercándose.)  No  Vedad. 

Vasqui.  ¡Yo  pianto!  Pibe  en  cana. 

Lungo    ¡Y  bueno,  ese  no  bate!... 

Vasqui.  ¡No  sabés!...  Y  hay  mayorengo  en  la  puerta.  Yo 
pianto  te  digo. 

LungtO  ¿Y  lo  vamos  a  dejar  al  gil  asi  no  más?  Vos  no 
piantás,  ¿sabés? 

Vasqui.  Mirá  que  tengo  pase,  y  si  me  lo  quitan... 

Mone.  ¡Que  son!  ¡Déjalo  que  se  vaya!  ¡Piantamos  to- 
dos, hombre!  ¡Pucha! 

Batif.  ¡Che,  Vasquito!...  Atendé  un  momento.  ¿Tenés  el 
extracto  de  la  pasada?  Sos  muy  yetudo.  Si  no 
saqué,  no  te  compro  más. 

Lcjngo   (obligándolo.)  Andá,  sacá  el  cartel.  ¡Seas  otario! 

Vasqui.  ¡Ahí  lo  tiene;  revise  don  Tranquilidad! 

BATIF.  AviSá  SÍ  estás  eSCabiaO.  (Saca  un  billete  de  lotería  y 
revisa  prolijamente  el  extracto.) 

Gambe.  (APedrin.)  ¡Ebé!  ¡Questo  de  la  lotería  mi  pare  in- 


147 


moralitá,  üna  inmoralitá!  ¿Parlo  bene  o  parlo 
male! 

Pedrin  Paríate  bene.  Ma  di  cuando  en  cuando  si  pué 
gioccare  cinque  pesi.  Ma  ahora  mi  recordó  que 
tengo  in  tasca  un  biglieto  da  cinquenta  mile  e  no 
lo  son  visto  ancora.  Non  ho  avuto  il  tempo. 

Gambe.   ¡Oh!  Che  tempo.  ¡Atre  mesi!... 

Batif.  No,  dije;  ni  medio,  (ai  Vasquito.)  ¿Usted  quiere  ver 
el  extracto,  dice?...  ¿Tiene  número?  Diga  qué  nú- 
mero traiga. 

Pedrin  Scusi.  Ma... 

Batif.    ¡Cha,  que  sos  desconfiao!  ¡Velo  vos  si  querés! 
Pedrin  lo  non  poso.  No  so  leggere.  Ma  scusi  il  mió 
paisan. 

Batif.    ¡Salí  de  ahí,  desconfiao!  Che,  Qamberoni...  Mi- 

rale  el  billete  a  ese. 
(Jambe.   ¡Cóme  no!  Vediam.  (Revisando.)  Cinquemile  tre- 

sento  trentuno...  Cinque  mile.  Cinque  mile  cento... 

Cinque  mile  treoento...  ¡Guarda,  guarda!...  E 

paysan.  ¡Evviva  Italia!  ¡Padrona!  Un  altra  volta 

qui  paga  el  mió  paysan . 
Pedrin  ¡Cosa  avete!  ¡Cosa  avete! 
Gambe.  ¡Siete  un  cañe!...  Cinque  cento  pezi...  ¡Madona! 

Pezzo  d'un  asino.  ¡Cinque  cento!... 
LungtO   ¿Y  qué  vas  a  hacer  con  tanta  plata,  gringo?  Te 

vas  a  Italia. 
Pedrin  ¿Ma  cosa  dite? 

Batif.    Que  te  has  sacao  quinientos  pesos,  cinque  cento 

pesos  en  la  lotería. 
Pedrin  ¡Oh,  Christo!  ¡Davvero! 

Gambe.  ¡Ma  si!  ¡Ma  si!...  Madona  que  siete  un  asino... 

Vedi...  (Mostrándole  el  extracto.) 

Pedrin  Ma  io  non  so  leggere... 

Gambe.  ¡Vi  lo  dico  io,  Qamberoni,  e  basta! 


148 


Pedrin  Ma  cosa  faccio  io  con  cuesto  numero. 

Batif.    Lo  cobrás.  En  cualquier  agencia.  ¿Vos  tenés  con 

qué  pagarle,  Vasquito? 
Vasqui,  ¡Avisá! 

Pedrin  Ma  io  non  conosco  la  cittá  e  debo  andaré  vía 
adeso. 

LungtO  Pucha,  italiano  otario.  ¡Si  yo  tuviera!  ¡A  ver,  a 
ver!...  A  mí  no  me  alcanza;  no  tengo  más  que 
catorce  pesos.  Che,  Napoleón... 

Gambe.  Cicillo. 

LungtO    Es  lo  mismo.  ¿Tenés  plata  vos? 

Gambe.  ¿Per  pagare  cuesto? 

LuNGK)    Permítime  tina  parola. 

Gambe.  Un  momento.  (Apartándose.)  Cosa  volete. 

Lüngo    Mirá,  cuánto  tenés. 

Gambe.  Eh,  cento  cinquanta  pesi. 

LüNG-o    Bueno;  ¿sabés  lo  qué  hacés?...  Este  gringo  es 

muy  zonzo.  Se  conformará  con  lo  que  le  den.  ¿Me 

comprendés?... 

Gambe.  ¡Guarda,  guarda!...  ¡Come  son  furbi  i  creolli! 
Madona. 

LungtO   Vos  le  mandás  el  resto  después  a  Gal  vez. 
Gambe.  E  una  bella  idea. 

Lungo  Claro  que  sí.  Es  un  servicio  que  le  hacés  a  tu 
paisano. 

Gambe.  (Resuelto.)  ¡E  ben!  (a  Pedrin.)  O  paisan.  Voy  siete 
da  Gal  vez,  amico  del  mío  íntimo  amico  D' Andrea. 
Pedrin  Certo. 

Gambe.  Io  ti  faró  lo  servizio.  Tu  mi  dai  lo  numero,  e  por- 
que tu  no  pierdas  tiempo,  io  ti  daró,  ti  daró... 
cento  vente  pesi. 

Pedrin  Bene.  Grazie.  Ma  il  resto. 

Gambe.  Io  le  manderó  al  amico  D'Andrea. 

Pedrin  Bravo.  E  fatto.  Si  sonó  tanto  riconocente  paisan. 


149 


Batif.    Mirá,  Qamberoni,  ¿por  qué  no  le  das  el  reló  en 

garantía? 
Gambe.  ¿II  mío  orologio?... 
LungtO    (a  Batifondo.)  ¡Los  angurriento!... 
Gambe.  E  bé.  Prende  anque  il  mío  orologio. 
Pedrin  E  bravo.  Tu  mi  mandi  il  denaro  e  io  ti  mando 

Torologio. 
Gambe.  Evviva  Tarmonía. 

Pedrin  ¡Evviva,  padrona!  Yo  pago  tutto.  Ho  fatto  il  mío 

negozio. 
Gambe.   ¡Un  altra  voerta! 

Pedrin  ¡Ah,  no!  Bisogna  que  io  prenda  lo  treno.  ¿Cuánto 

si  debe? 
Carmen  Cinco  pesos. 

Pedrin  (Con  gran  generosidad.)  Eccoli.  (Bajo.)  Me  debes  tres 

y  medio  ¿eh? 
Carmen  ¡Andá,  pelandrún!... 
Gambe.  E  bi  andiamo  tutti  al  Retiro  col  paisano. 
Batif.    Eso  es.  Todos  juntos. 

Gambe.  Evviva  l'armonía  (Cantando)  a  casa,  a  casa,  amici... 
Anque  cuesto  e  de  Cavalleria...  L'ha  fatto  uno 

italiano.  (Mutis.  Se  oyen  cantos  y  voces  que  se  alejan.) 

ESCENA  VII 

MONE,     (Viéndolos  salir.)  ¡Pucha  digO,  COmO  SOn!...  (Se sienta 
junto  a  una  mesa.  Pausa.  Carmen  lava  las  copas.) 

Carmen  ¿Tomás  algo? 

Mone.    Dame  un  amaro. 

Carmen  (Sirviéndolo.)  ¿Se  puede  saber  qué  tenés? 

Mone.    Te  he  dicho  que  estoy  muy  aburrido. 

Carmen  Andate  al  teatro. 

Mone.    Y  muy  estrilao. 

Carmen  Eso  es  otra  cosa.  ¿Qué  te  han  hecho? 


150 


Mone.  Nada. 
Carmen  ¿Y  entonces? 

Mone.    Muy  rabioso  con  esta  vida.  No  puedo  más. 
Carmen  Dejala.  Nadie  te  obliga. 

Mone.    Dejala,  dejala.  Eso  se  dice.  Ya  la  dejo.  ¿Qué 

hago  ahora?  ¿Pa  qué  sirvo? 
Carmen  Traba já  en  otra  cosa. 

Mcne.  No  sirvo  más  que  pa  cochero.  Voy  a  sacar  la 
libreta  y  me  muestran  el  escracho:  LC.  ¡Piantá 
de  aquí!  Siquiera  hubiese  servido  pa  ladrón.  Pero 
vos  sabés  que  no  tengo  genio.  ¿Qué  papel  estoy 
haciendo  entonces?  De  otario/  de  imbécil.  Retra- 
tao  por  falsificador  y  ladrón,  viviendo  entre  la- 
drones, perseguido  por  ladrón,  batido  y  preso  a 
cada  rato  por  ladrón  y  nunca  he  metido  la  mano 
en  un  bolsillo  ajeno.  Me  muero  de  hambre,  y  si 
no  fuera  por  vos,  habría  matado  de  hambre  a  la 
pobre  vieja.  ¡Pucha  digo,  que  es  triste!  ¡No 
tener  genio  pa  nada!...  ¡Ni  pa  abrirles  las  tripas 
a  todos  esos  que  me  dan  asco,  que  me  dan  asco! 
¡Asco,  asco,  asco!...  Ni  siquiera  pa  irme  de  aquí 
tengo  genio.  ¡Mirá:  yo  sé  que  si  me  fuera  a  otro 
país  y  nadie  me  persiguiera  y  nó  me  topara  con 
los  de  la  patota,  pucha,  sería  más  decente!...  Y 
no  me  aburriría  tanto.  ¡Pero  aquí  qué  querés  que 
haga!  Si  pa  mí  se  ha  hecho  el  refrán  de  que  cuan- 
do no  estoy  preso,  me  andan  buscando...  Que 
tengo  buena  conducta,  que  me  dan  pase  libre  y 
empiezo  a  vivir  tranquilo,  pues  ya  ha  de  venir  uno 
que  me  pida  un  servicio.  «Che,  campaneame  esto, 
guárdame  esto  o  haceme  tal  cosa».  Y  ¡zas!  com- 
plicao  y  en  cana. 

Carmen  Vos  tenés  la  culpa  por  no  haber  hecho  un  escar- 
miento con  los  batilana. 


151 


Mone.  Pero  no  te  digo  que  no  tengo  genio...  Mirá,  Car- 
men, ¿querés  hacer  un  favor  a  la  patria?  Yo  sé 
que  vos  sos  buena  y  que  me  tenés  ley. 

Carmen  Hablá,  hombre. 

Mone.    Vamos  a  escaparnos,  ¿querés?  Vos  también  estás 

aburrida... 
Carmen  ¿Y  dónde  vamos  a  ir? 

Mone.  Verás,  tengo  un  plan.  Tu  marido  tiene  plata.  Una 
noche  de  estas  le  pegás  un  golpe  grande  y  pian- 
tamos.  Agarramos  un  vapor  y  nos  vamos  al  Brasil; 
allí  hay  mucha  libertad;  nos  vamos  y  ponemos  una 
fonda,  ¿sabés?,  y  trabajando  con  juicio  verás  cómo 
en  poco  tiempo  nos  volvemos  personas  decentes. 

Carmen  Bien  dicen  que  sos  zonzo,  hijo.  Si  nos  agarran 
antes  nos  chupamos  unos  anos  de  cana,  y  yo  te 
voy  a  preguntar  entonces... 

Mone.    Entonces,  piantemos  sin  robarle  nada  al  otro. 

Carmen  Y  después  nos  comemos  las  uñas.  Mirá,  mucha- 
cho, las  cosas  son  como  son  y  hay  que  dejarlas 
así  no  más.  ¿Vos  estás  aburrido?  Bien.  Hacete  a 
un  lado  de  esta  vida,  anda  con  juicio,  arrímate  a 
alguna  buena  sombra  y  ya  verás  cómo  con  el 
tiempo  la  policía  te  olvida  y  empezás  a  ser  hom- 
bre decente. 

Mone.    ¿Y  vos? 

Carmen  ¿Yo?  (Con meianeoiía.)  ¿Qué  de  hacer?... 
Mone.    Es  que  lo  que  yo  quiero  pa  mí,  lo  quiero  pa  vos, 
mi  vida. 

Carmen  Pobre  mi  viejo.  Qué  tristeza,  ¿verdad? 

Mone.     ¡Pucha  digo,  cómo  somos! 

Carmen  No  te  aflijás,  negro.  Hacé  lo  que  te  digo  y  des- 
pués veremos  cómo  se  procede. 

Mone.  ¡Ahora  sí!  Van  a  ver  lo  que  queda  de  Moneda 
falsa.  ¡Ah!  Tomá  estos  billetes.  Ya  no  circulo 


152 


más.  Falta  uno.  Fui  esta  tarde  a  encajarlo  a  un 
agenciero  de  Palermo,  pero  el  hombre  empezó  a 
mirarlo  y  agarró  pa  la  calle.  Este  va  a  llamar  al 
botón,  dije  yo,  y  pianté  por  los  portones.  ¡Con  tal 
de  que  no  tenga  consecuencias!...  ¡Pucha  digo!... 
Y  me  voy  también.  Ya  no  estoy  tan  aburrido. 
Chao.  (Mutis.) 

ESCENA  VIII 

ClRIACA  (Asomando  por  la  puerta  que  da  al  interior.)  ¡Che,  Car- 
men! 

Carmen  ¿Qué  hay? 

Ciriaca  ¿No  ha  estao  mijo  por  acá? 

Carmen  Acaba  de  salir. 

Ciriaca  Decime  una  cosa:  ¿Vos  sabés  en  qué  anda  ese 

muchacho? 
Carmen  No  sé.  En  nada,  supongo. 
Ciriaca  ¡Hum!  ¡Hum!  Lo  dudo,  che...  Lo  veo  alzao  desde 

hace  días,  y  pa  mí  que  nada  bueno  lo  lleva.  ¿Has 

leído  en  La  Prensa  la  noticia  de  la  circulación 

de  billetes  de  Banco? 
Carmen  Sí,  señora. 

Ciriaca  Mirá,  a  vos  te  lo  digo,  porque  sos  de  confianza. 
Pa  mí  que  ese  mala  cabeza  tiene  algo  que  ver  en 
el  asunto.  Yo  no  sé  qué  le  costaría  ser  honrao. 
¿No  hay  tanta  gente  qué  es  honrada  y  sin  embar- 
go vive  bien?  Pero  a  éste  no.  Es  de  balde  que  lo 
aconseje  y  lo  reprienda.  ¡No  señor!  El  mozo  ha 
de  ser  ladrón  no  más.  Y  ladrón  misho,  que  es  lo 
peor.  ¡Si  siquiera  le  fuera  bien!...  Podría  una  de- 
cirle: «Bueno,  mijo,  basta.  Ya  tenés  un  pasar.  So- 
segate».  Debe  ser  un  destino,  ¿verdad,  che?... 


155 


Desde  chiquito  le  dio  por  la  uña.  El  padre  le  aco- 
modaba cada  paliza  hasta  sacarle  sangre,  y  él, 
¡nada!...  ¡Y  zonzo  pa  robar,  que  daba  asco!...  ¿No 
te  ha  contao  nunca  por  qué  le  pusieron  el  nombre 
de  Moneda  falsa?  ¡Fíjate  qué  chola!  Yo  tenía  en 
la  cómoda  una  moneda  de  oro,  de  esas  de  plomo, 
¿sabes?;  cuando  un  día  me  la  roba  y  se  va  con  ella 
a  hacer  el  cuento  a  una  casa  de  cambio.  La  cosa 
era  muy  zonza,  una  verdadera  muchachada;  pero 
el  animal  del  cambista,  sin  comprender  eso,  me  lo 
entrega  a  la  policía.  De  esa  vez  me  lo  tuvieron 
como  seis  meses.  El  padre  no  trabajó  para  sacar- 
lo, creyendo  que  el  castigo  lo  corregiría.  ¡Y  mi- 
ralo  cómo  salió!  Con  un  apodo  y  con  más  mañas 
que  el  vizconde  de  la  Guadiana.  Eso  fué  lo  que 
ganamos.  ¡Pobre  muchacho!  En  el  fondo  es  bueno 
como  una  malva,  pero  no  sabe  trabajar  y  está 
enviciado.  Decime;  ¿no  sabés  si  volverá? 
Carmen  No  dijo  nada. 

Cibiaca  Es  que  no  me  dejó  nada  pal  morfo.  Córtame, 
¿querés?,  un  poquito  de  matambre  o  salame... 

CARMEN  (Sacando  dinero  del  cajón.)  Tome  Un  peSO,  Vieja. 

Cikiaca  Bueno,  hija.  Gracias.  ¡Pobre  mi  Antonio!...  ¿Por 
qué  no  le  das  algunos  consejos,  vos,  que  tenés 
tanta...  tanta...  vamos,  que  te  aprecia  tanto? 

Carmen  Cállese. 

ESCENA  IX 

Beyes  ¿Por  qué  no  has  encendido  la  luz? 

Carmen  Creí  que  era  temprano... 

Reyes  Está  oscuro  ya. 

CARMEN  (Encendiendo  el  pico  de  gas.)  Bueno.  Ya  está. 


154 


Ciriaca  Buenas  tardes,  Reyes. 

Keyes    Buenas.  De  tertulia,  ¿no?  ¿No  tiene  otra  parte 

donde  ir  a  dar  la  lata? 
Cibiaca  (Yéndose.)  ¡Te  parta  un  rayo,  bruto! 

ESCENA  X 

Beyes    Ahí  lo  han  tomao  al  otario  ese. 
Carmen  ¿A  quién? 

Beyes    A  Moneda  falsa.  ¿Llevaba  algo? 

Carmen  No.  Me  dejó  todo.  Parece  que  un  agenciero  le 

desconfió  ayer  y  no  quiere  meterse  más. 
Beyes    ¡Tu  protegido!  Es  muy  capaz  de  batir,  pero  yo  lo 

arreglo. 
Carmen  Pibe  también... 

Beyes    Pero  ese  no  abre  la  boca.  Andá  abajo  y  traé  el 

paquete  de  billetes  falsos.  Rápido. 
Carmen  ¿Qué  vas  a  hacer? 

BEYES      No  Sé.  Rápido  he  diCho.  (Abre  la  trampa  del  sótano  y 
desciende.) 

ESCENA  XI 
Cabo      Buenas  noches. 

Beyes    (Dulcificado.)  ¿Qué  anda  haciendo,  Cabo? 
Cabo     Ya  lo  ve.  Recorriendo. 

Beyes    <ai  sótano  )  ¡Che,  Carmen!  Mirá;  no  subas  de  ese 

vino.  Traé  barbera  más  bien. 
Cabo     Diga,  Reyes.  ¿No  ha  andado  Pedrín  por  aquí? 
Beyes    No  sé.  Llegó  del  centro  recién.  (ai  sótano.)  Che, 

Carmen.  ¿Estuvo  Pedrín?...  ¿Qué?  (Aióabo  )  Dice 

que  salió  hace  un  momento.  ¿Qué  hay?  ¿Ha  hecho 

algo? 


155 


Cabo     No,  nada.  Tengo  que  verlo  no  más.  Hasta  luego. 
Reyrs    ¿No  toma  el  bitter,  Cabo? 
Cabo      Gracias.  (Mutis.) 

REYES      <Vu  hasta  la  puerta  y  vuelve.)  ¡Rápido!  Subí  todo. 
CARMEN   ¿Pero  qué  hay?  (Sube  con  un  paquete  de  regulares  di- 
mensiones.) 

Reyes    Ya  has  visto  las  moscas.  Bueno.  Ahora  mismo  te 

vas  al  cuarto  de  ese  y  le  ponés  todo  en  el  baúl. 
Carmen  ¿Eh? 
Reyes     Volá  te  digo. 
Carmen  ¡Oh!  ¡Yo,  yo  no! 
Reyes    Te  duele,  ¿eh?  ¡En  el  acto!... 
Carmen  No,  nunca.  Lo  harás... 

Reyes  (Exasperándose.)  ¡Carmen!...  ¡Carmen!...  ¡Mirá  que 
un  minuto!...  ¡No  me  conocés  ya!  Vamos  rápido. 

Carmen  ¿Qué?  ¿Qué  querés  decir? 

Reyes  ¿Crees  que  no  sé  que  te  has  entregao  a  esa  in- 
mundicia? Haga  lo  que  íe  mando. 

Carmen  ¡Querés  vengarte!... 

Reyes    No,  quiero  defenderme.  Y  vos  sabés  muy  bien 

CÓmO   me   defiendo.    (Poniéndole  el  paquete  en  las 

manos.)  ¡Ya!...  Lleva  eso.  Y  cuidado  con  venderme, 
porque,  oime  bien,  te  mato,  te  parto  el  corazón  a 

puñaladas.  ¡Ya!...  (Carmen  sale  por  la  puerta  del  foro, 
agobiada  por  el  gesto  y  la  amenaza.) 


TELÓN 


CUADRO  SEGUNDO 


Telón  corto.  La  esquina  de  una  calle  del  suburbio.  Fachada  del  bol 
che  con  un  letrero  «Almacén  del  Mundo».  Puerta  de  entrada  al  ai 
macén  en  la  esquina  y  otra  a  un  lado.  Es  de  noche. 


ESCENA  PRIMERA 

Pasa  una  patota  de  compadres 

Com.  1.  ¡Che!  Vamos  a  meternos  en  el  Mundo. 

Com.  2.  No,  che.  Ando  sucio. 

Com.  1.  ¿Con  quién? 

Com.  2.  Con  Reyes.  Es  un  otario. 

Com.  1.  Vení,  no  seas  pavo.  Ha  de  estar  la  mujer,  el  que* 

so  de  la  casa. 

Voces  Sí,  vamos.  Tomamos  un  chop. 

Com.  2.  Vayan  ustedes.  Yo  sigo. 

Com.  1.  ¿Y  ande  escabiamos  entonces? 

Com.  2.  A  lo  de  Gigi. 

Voces  ¡Eso  es!  A  lo  de  Gigi.  ¡Vamos!  (Mutis.) 


ESCENA  II 

(Se  oye  un  tumulto  en  el  interior  del  boliche  y  a  poco  aparece  Reyes 
arrastrando  a  un  Lunfardo.) 

LüN.  1.    (Muy  descompuesto  con  una  daga  en  la  mano.)  ¡Mirá 

Reyes!  ¡Mirá  Reyes!  ¡No  me  toqués  porque  te 
ensartas! 


158 


Reyes  Qué  has  de  ensartar,  inmundicia.  ¡Venis  a  com- 
prometer mi  casa!  ¡Rateros  de  porquería!... 

Lun.  1.  ¡Mira  Reyes!  ¡Mirá  Reyes! 

Reyes  (Violento,  cogiéndole  nn  brazo.)  ¿Amenazar  vos?  Lar- 
gá, largá,  largá  esa  daga,  maula.  ¡Asi!  Así... 

(Aparece  Lunfardo  2  °  también  con  una  daga,  seguido  de 
dos  o  tres  sujetos  de  su  calaña,  que  tratan  de  calmarle.) 

Lün.  2.  Diga,  Reyes.  Ahora  estamos  en  la  calle.  Su  casa 
está  respetada.  Déjenos  no  más  arreglar  nuestro 
asunto. 

Reyes  Parece  mentira  que  se  mamen  como  chivos.  No 
sirven  pa  nada. 

Lün.  2.  Vea,  Reyes.  Yo  lo  respeto,  ¿sabe?,  pero  como 
hombre  soy  tan  hombre  como  el  que  sea  más 
hombre,  ¿sabe? 

Reyes  Bueno,  guarda  esa  arma.  Si  quieren  pelearse,  vá- 
yanse  lejos.  Aquí  no  me  vengan  con  paradas. 
(A  Lunfardo  i.o)  Vos,  recogé  esa  daga.  ¡Y  marcha 
muy  derecho  conmigo,  porque  ya  sabés  cómo 
procedo  con  roñosos!...  (Mutis.) 

Lun.  3.  ¡Bueno,  andiamo,  muchachos!  Guarden  esas  ar- 
mas. Parece  mentira  que  no  puedan  divertirse  y 

Correrla  en  paz.  (Al  Lunfardo  2.*  cogiéndolo  del  brazo.) 

Andiamo,  che. 

Lün  2.  Vamos  a  ver.  Si  yo  lo  quiero  marcar,  ¿por  qué  no 
lo  voy  a  marcar?  Vamos  a  ver.  Porque  ustedes  no 
quieran.  Y  si  yo  quiero,  ¿qué  me  importa  que  us- 
tedes no  quieran?  (Mutis.) 


159 


ESCENA  III 

Aparecen  por  la  derecha  el  Comisario,  oficial,  nn  cabo  y  dos  agentes 
y  se  detienen  en  la  puerta  contigua  al  almacén. 


Comisa.  Cabo,  reconózcame  a  aquellos  sujetos.  Usted, 
agente,  al  almacén;  que  nadie  salga.  <ai  oficial.) 
Aquí  es,  ¿no? 

Oficial  Sí,  señor. 

COMISA.  Al  otro  agente.)  Usted  quede  aquí.  (Penetrando  con  el 
oficial.) 


ESCENA  IV 


GAMBE.  (Muy  borracho.  Entonando  con  dificultad  algún  aire  napo- 
litano, avanza  unos  pasos  y  se  detiene.)  ¡A  oh!  ¡Non  e 
COSÍ!  ¡Vediam!  (Reanuda  el  canto,  marcándose  el  com- 
pás con  el  dedo.)  E  cosi  tampoco.  ¡Ma  e  l'eguale! 

(Quiere  cantar  de  nuevo,  pero  se  interrumpe.)  ¡EvVÍVa  la 

armonía!  ¡Bene!  ¡L'armonia! . . .  ¡L'  Italia  e  il  piú 
grande  paese  de  rhumanitá!...  ¡Paríate  bene, 
Gambeberoni!  (Se  recuesta  ala  pared.)  Ma  doveson 
i  compani...  ¡Bravi  ragazzi!...  ¡Simbaticísími! 

(Se  queda  monologando  cosas  incomprensibles.  Se  oye  un 
silbido  y  a  poco  aparece  Pedrín  muy  cauteloso  a  examinar 
el  terreno.  Se  detiene  un  momento  frente  a  Gamberoni  sin 
notarlo.  Gamberoni  empieza  a  observarlo  y  lo  reconoce, 
deteniéndolo  con  un  abrazo  en  momentos  que  intenta 
volverse.) 

Gambe.   ¡Oh!  Per  la  Madona.  Finalemente.  ¿Cóme  va, 
paisan? 


160 

Pedrin  ¡Che!  ¡Che!  ¡Che!  Qué  paisano  ni  qué  paisano. 

Lárgame,  gringo  mamao. 
Gambe.  (sin  soltarlo.)  ¡Siete  ritornato  da  Galvez,  del  amico 

D'Andrea!  E  bene.  ¡Bravo!... 
Pedrin  Lárgame  te  digo.  ¡Qué  Galvez  ni  qué  Galvez! 
Gambe,   ¿Cosa  díte,  paisan? 

PEDRIN    (A1  V6r  al  cabo  se  acerca,  cambia  de  actitud  y  volviéndole 

ia  espalda.)  Dico  que  mi  sonó  extraviato.  E  cuan- 
do arribo  a  la  estazione  lo  treno  para  Galvez  non 

c'era  piú. 
Gambe.  Ebe.  Que  viva  l'armonia. 

Cabo      (Que  ha  esfcado  observando  a  PedrilI|  lo  coge  por  un  brazo } 

¿Qué  hacés,  Galvez? 
Pedrin  ¡Scusi  sargenti!.. . 

Cabo      Te  viá  dar  sargente.  A  vos  te  andaba  buscando. 
Pedrin  A  mí.  lo  son  un  colono  di  Galvez.  II  mió  paisan 
mi  conosce. 

Gambe.   ¡Ah!  E  un  bravuomo.  E  Pamico  de  D'Andrea  lo 
procuradore. 

Cabo      Salí  de  ahí,  otario.  Es  un  cuentero  del  tío.  Marchá 

no  más,  Pedrin. 
Pedrin  Bueno  de  ahí  qué.  ¡Cana  más  o  menos!  Llévame 

no  más.  Cosa  bárbara.  No  se  puede  ser  honrao. 

Ahora  que  estaba  tan  bien  de  colono...  ¡Zas,  a  la 

leonera!  Mira,  prefiero  seguir  de  ladró.  ¡Por 

Dios,  che! 

Gambe.  Ma  dove  esto  io.  E  qué  me  emborta.  ¿Ma  e  lo 
compaño  creollo?  ¡Bravi  ragazzi!  Simpaticísimi. 

(Reanuda  el  canto  y  se  va  haciendo  eses.) 


TELÓN 


CUADRO  TERCERO 


El  despacho  del  Comisario 

ESCENA  PRIMERA 

(Interrogando  a  M oneda  falsa.)  Muy  bien.   ¿Y  dónde 

estuviste  ayer? 

¿Ayer?  De  aburrido  me  fui  al  Jardín  Zoológico. 
¿A  ver  a  la  elefantita? 
No.  Estuve  en  la  casa  de  los  leones. 
¿Y  después? 

En  el  Almacén  del  Mundo. 
¿Y  si  yo  te  dijera  que  has  estado  en  otra  parte? 
Por  la  calle. 
No. 

Entonces  no  diría  la  verdad. 

Espera  Un  pOCO.    (Toca  el  timbre.  Aparece  un  cabo.) 

Haga  pasar  a  ese  señor,  (ei  cabo  salada  y  mutis.)  De 
manera  que  andás  retobao. 
Retobao  no,  señor  Comisario.  Ando  aburrido. 
N )  será  por  falta  de  trabajo. 
Es  por  eso,  por  eso;  créalo. 

ESCENA  II 
Agen.    Con  permiso. 

Comis.    Adelante.  Diga  usted,  ¿conoce  al  señor? 
Mone.    (interviniendo.)  ¡Pucha  digo,  que  son!  ¡No  hable 
más!...  ¡No  hable  más!...  Dígale  que  se  vaya. 


Comis  . 

Mone. 
Comis  , 
Mone. 
Comis  . 
Mone  , 
Comis  . 
Mone. 
Comis  . 
Mone, 
Comis  . 

Mone. 
Comis  . 
Mone. 


162 


Yo  me  peino  solo.  Ayer  estuve  en  la  agencia  del 
señor  a  cambiarle  un  billete  falso...  por  a  la  tar- 
de!... Puede  irse  no  más  el  señor. 
Comis.    Puede  retirarse. 

Agen.    Está  bien,  señor  Comisario.  Muchas  gracias. 

(Mutis.) 


ESCENA  III 


COMIS. 


MONE. 

COMIS. 
MONE , 

COMIS . 
MONE. 
CüMIS . 
MONE. 


COMIS . 


MONE. 
COMIS . 

MONE. 
COMIS . 
MONE. 


Bueno.  De  modo  que  te  has  vuelto  razonable. 

Así  me  gusta.  Decí  no  más.  Pero  no  me  mientas, 

porque  ya  sabés  que  yo... 

Bueno.  (Pausa.)  Ayer...  la  vieja,  mi  madre,  no 

tenía  qué  comer. 

Eso  le  sucede  por  tu  culpa. 

Sí,  ya  lo  sé.  No  tenía  qué  comer,  y  entonces  yo, 

estriiao,  me  acordé  que  tenía  un  diez  falso,  y  dije: 

Te  he  dicho  que  no  me  mientas. 

Digo  la  verdad,  señor  Comisario;  digo  la  verdad. 

¡Estás  mintiendo!... 

¡Pucha  digo,  que  son!  Vea;  estoy  llorando, 
¿sabe?  ¡Esto  es  la  verdad,  la  verdad,  la  verdad!... 

(Pausa.) 

¡Ajajá!...  ¿Con  que  la  verdad?  Decime,  ¿y  este 
paquete  de  moneda  falsa  que  se  encontró  en  tu 
baúl? 
¿Eh? 

Esto,  sí,  esto.  Lo  encontré  yo  en  tu  baúl.  ¿Qué 
decís?. . . 

Que  es  mentira.  ¡Que  es  una  gran  mentira!... 
Hay  testigos. 

Mienten.  Ahora  sí  que  no  lloro.  Y  le  digo  la  pura 
verdad...  Lo  que  yo  le  decía  es  mentira.  Pero 
esto  también. 


165 


Comis.    ¿De  manera,  que  no  confesás? 

Mone.    ¡No,  no,  no!...  Nunca.  Vea,  señor  Comisario.  Ya 

no  se  puede  vivir...  ¡Pucha  digo,  que  son!... 
Comis.    Está  bien.  No  te  alterés.  Andá.  Dormí  un  rato, 

pensalo  bien  y  ya  hablaremos.  (Timbre,  ei  cabo.) 

Páselo  incomunicado. 
Mone.    (ai salir.)  ¡Pucha  digo,  que  son! 

ESCENA  IV 

RePOR.     (Por  la  lateral  )  Y,  mi  Comisado. 

Comis.    Todo  descubierto.  No  ha  acabado  de  confesar, 

pero  ya  cantará. 
Repor.  ¿Moneda  falsa? 

Comis.  Claro  que  sí.  Investigaciones  está  empeñada  en 
que  hay  «pesci  grosi».  No  saben  nada.  Y  uste- 
des... tienen  la  culpa.  Puro  bombo  a  Investiga- 
ciones, sin  pensar  que  casi  todas  las  pesquisas 
son  nuestras.  Y  claro  está.  Nosotros  somos  los 
más  habilitados  pitra  conocer  a  las  gentes  y  eos 
tumbres  de  nuestros  vecindarios;  los  tenemos  en 
la  palma  de  las  manos. 

Repor.    Espero  que  nosotros  tendremos  la  exclusividad 
de  la  noticia.  Nuestro  diario  ha  hecho  méritos 

ya,  y*.. 

Comis.  ¡Oh!  Pierda  cuidado.  ¿Quieren  publicar  el  retrato 
del  sujeto?  Ahí  tienen  la  ficha  antropométrica. 
Vea  la  lista.  (Leyendo.)  «Antonio  Almada  (a)  Mo 
neda  falsa,  o  Antonio  o  Almada.  Entradas. 
Ficha  tal,  nueve  años,  primera  entrada,  circular 
moneda  falsa,  2.a,  3.a.. .»  Vea,  ahí  tiene  la  chorre- 
ra. ¡Ah!  Debo  decirle  como  antecedente  curioso 
que  nunca  se  le  ha  podido  probar  nada.  Unos  me- 


164 

ses  en  veinticuatro  y  a  la  calle  para  volver  en  se- 
guida. Tiene  una  cara  de  idiota  y  unas  exterio- 
ridades que  engañan,  pero  es  habilísimo. 
Repor.   Perfectamente.  Me  llevo  la  ficha.  Y  me  voy  por- 
que es  tarde. 

Comi8.    Espero  que  no  nos  olvidará.  No  por  mí,  sino  por 

los  muchachos.  Es  un  estímulo. 
Repor.    ¡Oh!  A  ese  respecto...  Hasta  luego.  [Espero  que 

habrá  noticias-decisivas. 
Comis.    ¡Con  toda  seguridad! . .  f 

REPOR.     Chao.  (Mutis.) 

ESCENA  V 

Cabo      Un  señor  italiano  que  quiere  hablar  personal- 
mente con  vuecencia. 

COMIS.     Que  pase.  (Mutis  el  cabo.) 

Gambe.  Boun  giorno,  signor  Comisario.  Yo  porto  una 
gartulina  del  suo  amico. 

COMIS .     A  Ver .  (Toma  la  tarjeta  y  lee.)  ¡Usted  dirá! 

Gambe.  Signor  Comisario.  lo  sonó  chacarero  da  Maggiolo. 
Comis.    Muy  bien. 

Gambe.  Estaba  a  Buonozarie  i  mi  son  incontrato  con  una 
ganaglia  de  creollo  que  me  hano  fatto  beberé  un 
tanto.  Giocamo  a  boccia  e  poi  andiamo  a  prender 
el  vermut.  Entonces  si  ha  presentato  un  golono 
da  Galvez  con  uno  biglieto  de  lotería;  mi  hano 
mostrato  lo  estrato  e  risultó  con  un  premio  de 
cinque  cento  pesi. 

Comis.  Y  usted  por  servirlo  le  dió  ciento  o  doscientos. 
Eso  se  llama  el  toco  mocho. 

Gambe.   Cosa  dite. 

Comis,    Toco  mocho. 


165 


Gambe.  Non  capisco.  ¡Ma  io  sonó  arrubinato!.,. 
Comis.    Porque  quería  estafarlo  al  otro.  (Timbre,  ei  cabo. 

Acompañe  al  señor  a  la  oficina  de  guardia  a  que 

haga  la  denuncia. 
Gambe.  ¿Cosa  dite? 

Comis.    Que  usted  es  tan  pillo  como  el  otro.  Siga  no  más. 
Gambe.  Paríate  bene,  Ma  il  sifíor  comisario... 
Comis.    Siga  no  más. 

Gambe.  (Saliendo.)  Madona  cuelo  cregolli  ladri... 


ESCENA  VI 

Cabo     (Volviendo,)  Ahí  está  la  madre  de  ese  y  otra  mujer. 

Comis.    Que  pasen. 

Cibiaca  ¡Ah,  señor  Comisario! 

Comis.    No  me  hagas  escenas.  ¿Qué  q&erés? 

Cibiaca  Vengo  a  ver  a  mijo.  Si  se  puede.  Yo  soy  una 

madre .  * . 
Comis.    ¡Sí,  ya  lo  sé!  ¿Qué  querés? 
Cibiaca  Yo  quiero  verlo.  Podría  ser  una  ayuda  para  la 

misma  autoridad. 
Comis.    Bueno.  El  Moneda  está  reventado,  pero  podría 

mejorar  su  causa  si  confesara  de  plano.  ¡Se  ha 

empacado!... 

Cibiaca  ¡Ah!  Bueno.  Yo  no  vengo  a  nada  malo;  pueden 
registrarme  si  quieren.  Pero  si  yo  hablara  con 
él,  tal  vez,  tal  vez. . .  Es  en  el  interés  de  mijo. 
El  muchacho  es  un  bandido,  un  mala  cabeza,  pero 
con  esta  lección  tal  vez  aprenda. 

Comis.  Lo  voy  a  llamar.  (Timbre.  Eicabo.)  Que  traigan  a 
Moneda.  Siéntense.  (A  Carmen.)  ¿Usted  también 
quiere  hablarlo?  ¡Hum!...  ¡Ya  sabemos!  ¡Ya  sabe- 
mos por  acá!...  Le  gustan  los  papanatas  a  usted, 

12 


166 


¿eh?  Bueno.  Para  que  vea.  Tampoco  le  privo  que 
hable  con  él,  con  tal  de  que  me  lo  aconseje  bien. 
¡Ahí  está  el  hombre! 

ESCENA  VII 

Mone.    Buen  día. 

Cibiaca  ¡Hijo  mío!  ¿Por  qué  has  hecho  eso? 
Monb.    Yo  no  he  hecho  nada,  mamá,  (a  Carmen.)  Buen  día, 
Carmen. 

CARMEN   (Responde  con  la  cabeza.) 

Ciriaca  ¿Por  qué  no  me  dijiste  que  estabas  metido  en 

ese  asunto?  Yo  te  hubiera  dado  un  consejo  de 

madre,  un  consejo  verdadero. 
Mone.    No  estoy  metido  en  nada. 
Ciriaca  ¿Pa  qué  sos  terco,  si  te  han  encontrado  en  el  , 

baúl  la  mar  de  billetes  falsos? 
Mone.     ¡Ah!  ¿De  modo,  que  usted  también  cree  que  yo 

tenía  los  falsos  en  el  baúl? 
Ciriaca  Claro  que  sí,  hijo. 
Comis.    ¿Has  visto,  Moneda? 

Mone.    ¿Entonces,  es  cierto?  ¿Es  Verdad,  es  verdad  eso? 

Ciriaca  ¿Y  por  qué  has  de  negarlo?  Si  yo  te  los  hubiera 
visto,  los  saco  y  los  quemo.  Pero  los  encontró  la 
autoridad.  Confesá  y  no  seas  pavo.  Sí,  así  la  sacás 
con  tres  o  cuatro  añitos;  diciendo  la  verdad  tal 
vez  sean  menos. 

Mone.  Es  claro.  Bueno.  Via  a  contarlo  todo,  todo,  Comi- 
sario. Moneda  falsa  va  a  decir  la  verdad. 

Comis.    Así  me  gusta.  Yo  te  prometo  que... 

Mone.    No  prometa  nada.  ¿Puedo  hablar  dos  palabras  con 

esta  mujer  aparte?  (Señalando  a  Carmen.) 

Comis.    Hablá  no  más. 


167 


Mone.    Vení,  Carmen . 
Carmen  ¿Qué  querés? 
Mone.    ¿Fuistes  vos? 
Carmen  ¿Qué? 
Mone.    ¿Fuistes  vos,  vos?... 

Carmen  ¡Sí,  me  obligó!...  ¡Quería  matarme!  ¡Yo  no  tuve 

la  culpa!  ¡Quería  matarme! 
Mone.     ¡Vos!...  ¡Tan  luego  vos!... 
Carmen  No  pude.  Mi  negro.  ¡No  pude! 
Mone.    Tu  negro,  ¿no?  Tomá,  perra,  pa  que  te  acdrdés 

de  Moneda  falsa.  (Le  da  un  golpe  en  la  cara.) 

Carmen  (Cayendo.)  ¡¡Ay!!... 
Mone.    Este  no  es  falso.  ¡Es  oro! 
Comis.    ¡Moneda!  ¿Qué  es  eso?  ¿Por  qué  has  hecho 
eso?... 

Mone.  Es  el  genio  que  me  ha  vuelto.  No  haga  caso. 
Asuntos  privados.  No  te  aflijás,  vieja.  Ella  te  va 
a  cuidar...  Cuando  quiera,  señor  Comisario. 

Comis.    ¡Bueno,  largá! 

Mone.  Tenía  usted  razón.  Esos  diez  fallutos  todos  eran 
míos.  Se  los  compré  a  Bellini  en  la  anterior  falsi- 
ficación. 


FIN 


KDITOIMAL  CEllVArVTJES' 
Biblioteca  de  Actualidades  políticas 

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nedo.  / 

Las  cien  mejores  poesías  líricas  de  la 
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Moutolm.  A  Ptas.  2  ton) 

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En  preparación: 
El  •"aravllloso  Viaje  de  Nils  Holgerssofl 
a  través  de  Suecia,  por  Selma  Lagerlóf  j 
Iraducción  directa  del  sueco.  •